Reflexionaba sobre la unidad es comunidad y no colectivo y miraba lo que nos cuesta conformar comunidades vivas entre quienes tenemos todas las posibilidades de estar en comunión entre nosotros. Nuestra naturaleza herida, resquebrajada, inestable nos hacer buscar a nuestros hermanos y al mismo tiempo hacer complicada nuestra convivencia con ellos.
Convivir. Si nos cuesta convivir dentro de las familias ¿Cómo queremos convivir con otras personas? La comunión es un misterio. ¿Cómo vivirla sin dejar lo que cada uno es? Es imposible vivir en comunión sin la negación de nosotros mismos. De nuestros derechos, nuestras vanaglorias, nuestras preeminencias o egoísmos diversos.
El monacato nació como una formula reglada que propiciara la vida comunitaria y seguramente tendríamos que aprender de los fundadores de las diferentes reglas mucho del sentido que tiene saber estar en nuestro lugar. Por desgracia el orden “geométrico” sustituye al orden de la caridad. El primero es un orden estático que muchas veces nos ayuda y otras veces nos atenaza. Pero la disciplina y la obediencia son un camino de transformación que termina en el otro orden, la caridad. Pero el orden geométrico es cada vez más complicado de aplicar en nuestra sociedad. Una sociedad en donde todo cambia de un mes a otro. El flujo de información y de necesidades impiden que el orden estático sea práctico para la vida cotidiana de muchos de nosotros. Vida en que nos sabemos de antemano ni la hora en que comeremos o volveremos a casa.
En el mundo de hoy se hace cada vez más necesario el orden en la caridad, que es el que Cristo nos propone como ideal y meta.
El Creador, si es verdaderamente amado, es decir, si es amado El, no otra cosa en su lugar, no puede ser amado mal. El amor, que hace que se ame bien lo que debe amarse, debe ser amado también con orden, y así existirá en nosotros la virtud, que trae consigo el vivir bien. Por eso me parece que la definición más breve y acertada de virtud es ésta: la virtud es el orden del amor. A este tenor, la esposa de Cristo, la Ciudad de Dios, canta en el Cantar de los Cantares: Ordenad en mí la caridad. Turbado, pues, el orden de esta caridad, es decir, de la dilección y del amor, los hijos de Dios se olvidaron de Dios y amaron las hijas de los hombres. (San Agustín. La Ciudad de Dios, XV 22)
Nuestro amor humano siempre está teñido de componendas, intereses, expectativas y egoísmos. ¿Cómo podemos buscar la unidad sin tener una verdadera caridad? Seguramente nuestras pequeñas comunidades sean un escenario donde se evidencia que nuestra naturaleza nos inclina a la ruptura. ¿Cuántas buenas intenciones no se proponen viciadas por nuestros egoísmos que provocan los egoísmos de quienes nos rodean. Cuantas veces queremos ser el centro de la fiesta o que nadie se fije en nosotros. Cristo nos dijo «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35) Mirémonos en la parábola del publicano y el fariseo. Tampoco podemos ser tibios e indiferentes, porque el Ángel de la Iglesia nos vomitará (Apocalipsis 3:16) Hemos de tener caridad con quienes nos indican nuestros errores e incluso si al hacerlo, nos hacen sentirnos mal con nosotros mismos. La caridad no es silencio y complicidad, sino fuego que quema y transforma nuestra naturaleza. He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! (Lc 12,49)
Cuando nuestros hermanos separados nos vean que vivimos como verdaderos hermanos, estaremos empezando a dar testimonio de unidad. Dice el viejo refrán que la caridad, bien entendida, empieza por nuestra casa. Cuanta razón.