Tras la pregunta y como parte integrante de ella, está la escucha. Sólo pregunta de verdad quien busca respuesta, por ello, siempre está envuelta en el silencio del que está dispuesto a recibir una palabra, a acogerla. Las respuestas humanas están siempre abiertas a nuestro juicio sobre su bondad o maldad, adecuación o inadecuación, pero cuando uno le pregunta a Dios, la expectativa no lo es hacia una palabra que luego se juzgará, sino a una que se acogerá para ser obedecida.

 

No se trata de la espera en que esté una obediencia ciega. El conocimiento de que es a Dios a quien se escucha da una lucidez lejana a cualquier invidencia, a cualquier irresponsabilidad. Pero esta abertura de fe a la palabra divina no está exenta de discernimiento, pues siempre se nos da en mediación; por muy directa que sea la comunicación, uno mismo siempre será mediación en su conocimiento. Incluso lo claro necesita ser conocido como claro. La misma Sagrada Escritura, frente a cualquier fundamentalismo, al ser verdadera palabra humana y no sólo divina, ha de ser interpretada. Pero además la escucha ha de ir siendo purificada de todo aquello que pueda deformarla, de todo afecto desordenado en el oyente que distorsione la escucha.

 

El maestro auténtico sabe que es sólo una mediación. Por ello, habrá de ser sumamente respetuoso. No sólo habrá de alejarse de cualquier tentación de abusar de su posición, sino que también se apartará para que haya un verdadero encuentro entre el discípulo y el Señor. Son muy esclarecedoras las palabras de S. Benito: «Tras esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor que nos responde y muestra el camino de su tabernáculo».

 

El maestro-padre no deja de ser un discípulo. En la palabra que entrega, él mismo es también oyente, porque el camino al que invita es el mismo que él tiene que recorrer, por mucha experiencia que en él ya tenga.