A veces las fuerzas se debilitan en las cosas secundarias del cristianismo, entendiendo secundarias no como relativas, sino como aquellas realidades que han de ir en segundo lugar; y lo primero, lo que es realmente prioritario en el cristianismo, a veces lo damos por conocido, o por suficiente. Dicho con el refranero: construimos la casa por el tejado. Siempre, realmente siempre, llevar a la persona de la mano para que se encuentre cara a cara con Jesucristo (en la oración, en la liturgia, en la predicación, en un retiro, en un cursillo de cristiandad... ¡en todo lo que se haga!), porque el encuentro con Cristo es donde nos lo jugamos todo. Ahí sale uno feliz, pleno, transformado. El Evangelio es un relato maravilloso de encuentros con Cristo, y la narración de cómo salieron transformados de aquel encuentro.
¿Qué es lo primero?
¿Qué es lo secundario?
Lo que viene después es que la persona se "rehace", se construye de nuevo, alcanzando una personalidad cristiana. Ésta incluye una mentalidad cristiana que le permite discernir según el Espíritu todas las realidades. Y esta personalidad cristiana incluye la moral, la ley nueva que ilumina la conciencia y la forma y la lleva a actuar según Cristo. Pero esto es fruto de quedar transformado cuando uno se sitúa ante Cristo y se sabe amado, perdonado y redimido por Él.
Estos puntos son fundamentales para orientar no sólo la pastoral, la formación y la evangelización, sino también para el propio lenguaje cristiano y para la formulación de la teología y pensamiento cristianos. Primero es conducir al hombre hasta que se encuentre personalmente con Jesucristo y quede impactado; y fruto del estupor de este encuentro, ayudarle en el proceso de conversión y seguimiento.
Si seguimos leyendo atentamente este pasaje del Evangelio de san Juan, encontramos también otro imperativo: "Permaneced" y "guardad mis mandamientos". "Guardad" es sólo el segundo nivel; el primero es el de "permanecer", el nivel ontológico, es decir, que estamos unidos a él, que nos ha dado su persona anticipadamente, ya nos ha dado su amor, el fruto. No somos nosotros quienes debemos producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros quienes debemos hacer todo lo que Dios se espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en este misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amor, precede a nuestro actuar y, en el contexto de su cuerpo, en el contexto del estar en él, identificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros podemos actuar con Cristo.
La ética es consecuencia del ser: primero el Señor nos da un nuevo ser, este es el gran don; el ser precede al actuar y a este ser sigue luego el actuar, como una realidad orgánica, para que lo que somos podamos serlo también en nuestra actividad. Por lo tanto, demos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, pero debemos sólo actuar según nuestra nueva identidad. Por consiguiente, ya no es una obediencia, algo exterior, sino una realización del don del nuevo ser.
Lo digo una vez más: demos gracias al Señor porque él nos precede, nos da todo lo que debemos darle nosotros, y nosotros podemos ser después, en la verdad y en la fuerza de nuestro nuevo ser, agentes de su realidad. Permanecer y guardar: guardar es el signo del permanecer y el permanecer es el don que él nos da, pero que debe ser renovado cada día en nuestra vida.
Sigue luego este mandamiento nuevo: "Amaos como yo os he amado". Ningún amor es más grande que "dar la vida por los amigos". ¿Qué significa? Tampoco aquí se trata de un moralismo. Se podría decir: "No es un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo ya existe en el Antiguo Testamento". Algunos afirman: "Es preciso radicalizar todavía más este amor; este amor al otro debe imitar a Cristo, que se ha entregado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí mismos". Pero en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace él: el Señor nos ha donado su persona, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros suyos en su cuerpo, de ser sarmientos de la vid que es él. Por lo tanto, la novedad es el don, el gran don, y al don, a la novedad del don, sigue también, como he dicho, el actuar nuevo (Benedicto XVI, Lectio divina, Seminario Mayor de Roma, 12-febrero-2010).
Si el lenguaje cristiano se reduce al "deber", se hace odioso, gravoso. Nadie sigue a Cristo porque "debe", desde el imperativo categórico kantiano (si lo queremos decir así) sino porque Cristo me ama y yo correspondo a su amor.
Si el lenguaje cristiano se reduce al moralismo del "compromiso", entonces la persona queda exhausta y agotada por sus propias fuerzas, en un perfeccionismo que desalienta.
Si el lenguaje cristiano presenta el amor de Jesucristo, entonces la persona puede conversar con Él y ser iluminada en sus tinieblas, encontrar respuestas a sus preguntas, encontrar el agua que sacia ya sus deseos.
En la pastoral (evangelización, formación) lo primero es Cristo: la experiencia litúrgica cuidada, solemne, orante; la introducción a la vida personal de oración y la escucha de la Palabra; los retiros parroquiales; la adoración silenciosa ante Cristo-Eucaristía; la homilía, la catequesis, el anuncio que lleve a la Persona del Señor.
Ya vendrá el segundo momento en que la persona quiere crecer y transformarse y se la educará en la moral nueva, en el testimonio y apostolado. Pero este segundo momento... ¡se nos dará por añadidura tras encontrarse con Cristo!
¿No construimos pastorales que son más "diversión", "que la gente esté a gusto", que todo sea "simpático", en vez de llevarlas a Cristo? ¿Y no encontramos a veces un cristianismo que es todo social, de transformación y compromiso, donde Cristo sólo es el referente moral, pero en realidad se vive de una ideología?