Somos lo que somos, y en nuestra existencia, herida por el pecado original, se dan conjuntamente la gracia y el pecado. El soberbio, que se cree alguien, que se cree justo, simplemente, no se conoce, no ha entrado en el santuario interior de su conciencia.
"Nada más enfermo que el corazón humano. ¿Quién lo entenderá?", dice el profeta Jeremías (17,9). Somos pecadores. Hay que ser muy humildes y decir con el corazón -¡qué fácil decirlo con los labios!- "soy pecador", pero no nos lo creemos, porque nadie aguanta que otro le diga sus pecados y defectos. Salta el orgullo, y esa es la manera de conocer la propia humildad, en el momento en que uno acepte con paz que otro lo corrija y lo llame pecador.
En nuestra vida hay pecado, hay debilidades, hay defectos, hay pasiones que ciegan el alma, hay heridas en el alma que no han sido cerradas; hay orgullo, vanidad, pereza, rencor, desconfianzas, amor propio. El soberbio nada de eso reconoce. Anda en la mentira, no en la verdad de Cristo, no reconoce su propia verdad, e incluso justifica y disculpa sus errores y pecados (siempre la culpa la tienen los otros), cayendo implacablemente sobre los errores y defectos ajenos.
La realidad del corazón humano es bien descrita en el Evangelio:
Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes, libertinaje, envidia, lujuria, soberbia e insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre (Mc 7,20-23).
Ser humilde no es entonces ser apocado ("yo no sirvo para nada") ni tener miedo de todo y de todos; ser humilde es aceptar y entrar en la propia realidad del corazón, conocerse como Dios nos conoce.
La Tradición espiritual señala el recurso al examen de conciencia como instrumento de trabajo espiritual para el propio conocimiento. "Mi miseria, tu misericordia", adquiriendo una visión ajustada y real de uno mismo. A partir de ahí uno se trabajará, y pedirá perdón de sus pecados. Pero la humildad se adquiere con conocimiento propio.
Ser humilde, incluso, para no escandalizarse ni asustarse por los propios pecados. A veces, más que dolernos del propio pecado, lo que nos duele es nuestro orgullo herido al ver nuestras caídas y debilidades, el ver que se cae a trozos la preciosa imagen que cada uno tiene de sí mismo. El verdadero humilde no se escandaliza, sabe que es eso lo que le brota del corazón, lucha y si cae, le duele por apartarse del Señor, pero no por ver que ha caído de nuevo y eso le humilla en su orgullo. El pecado es lo nuestro, todo lo demás nos ha sido dado. Ser humildes para aceptar la propia miseria, las debilidades, las imperfecciones, luchando contra ellas no por el orgullo voluntarista y ansioso de ser perfectos, sino por puro amor del Señor. Se comprende entonces mejor lo que dice Sta. Teresa:
"Una vez estaba yo considerando por qué razón nuestro Señor era tan amigo de esta virtud de la humildad y me vino a la mente, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es que Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. Quien más lo entiende agrada más a la suma verdad, porque anda en ella. Quiera Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén" (VI M 10,8).