El sacerdote es el mayor bienhechor de la humanidad.
Hay muchas profesiones en beneficio del prójimo.
Pero todas se reducen a la vida terrena.
El único que da bienes eternos es el sacerdote.
Las renuncias que tiene que hacer el sacerdote para consagrarse a Dios se superan inmensamente con la satisfacción de ayudar a la salvación de las almas.
Yo me ordené sacerdote a los treinta y tres años, tengo noventa y no me he arrepentido ni un minuto. Si naciera de nuevo volvería a optar por el sacerdocio.
Sería un error pensar que el sacerdote busca un puesto privilegiado para ejercer el poder y mandar a los demás.
El sacerdote está para SERVIR a los demás. Su sacerdocio es MINISTERIAL. “MINISTRARE” en latín significa SERVIR.
Este servicio al prójimo lo realiza ENSEÑANDO, SANTIFICANDO y ORIENTANDO hacia la vida eterna.
Y esto exige, evidentemente tener AUTORIDAD para determinar lo que es bueno y lo que es malo, según la doctrina de Cristo.
Quiero exponer una experiencia mía, por si lee esto algún sacerdote.
Yo siempre voy con mi cuello sacerdotal y jamás he tenido problema por ello.
Al contrario me ha facilitado hacer el bien.
Por llevar mi distintivo sacerdotal he confesado en la cubierta de un barco, en el avión, en el tren, a un taxista, y hasta en plena calle a un transeúnte que me lo pidió.
Por poner una semejanza, poco apropiada:
Si un taxista no lleva distintivo en su coche, no atrae a los clientes.
JORGE LORING, S.I.
COMUNIDAD JESUITAS.
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