Los sentimientos no son pecado. De ninguna manera pueden serlo. ¿Por qué? Porque todo pecado es por naturaleza una acción libre. Es decir, una acción por medio de la cual uno deliberadamente elige ofender a Dios, ya sea directamente a través de un acto dirigido contra él, o indirectamente, afectando a alguna de sus creaturas.
Pero lo importante es que el pecado siempre es algo que uno elige hacer, algo respecto de lo cual uno siempre está en control, algo en lo cual uno siempre tiene la última palabra. Y esto no ocurre con los sentimientos.
Uno no elige enojarse, perder la paciencia, o sentirse deprimido. Por eso, experimentar estos sentimientos —o alguno otro— no puede ser pecado. En todo caso, lo que puede ser pecado es lo que uno elige hacer frente a eso que siente: cuando uno está enojado, uno puede gritar, insultar, golpear, o quedarse callado. Y el pecado no será haberse enojado o haber perdido la paciencia, sino haber gritado, insultado o golpeado.
Los sentimientos son algo que “nos sucede”, pues sentir tal o cual cosa es algo que escapa a nuestro control. De ahí que uno no es responsable de lo que siente, sino de lo que hace frente a eso que siente.