Este 31 de diciembre se ha completado la retirada de las tropas norteamericanas de Irak. Buen momento, se me antoja, para hacer un balance de una de las guerras más importantes de los últimos cincuenta años de la historia mundial.
Mucho se ha insistido en la ilegalidad de la Guerra de Irak, II Guerra del Golfo o, si se prefiere, de la acción militar de la coalición internacional dirigida por los Estados Unidos en Irak. Nada más lejano a la realidad. La Guerra de Irak, si algo así se puede decir de una guerra, fue una guerra “legal”, no sólo legal sino, probablemente, la guerra más legal de la historia, con multitud de resoluciones de Naciones Unidas avalando la intervención. Se podrá alegar que el sistema para conseguir esas resoluciones no es el más correcto; se podrá aducir que el apoyo no fue unánime; se podrá argumentar que la ONU no es quien para “legalizar” una guerra; se podrá decir lo que se quiera, menos que con los sistemas actualmente vigentes para determinar la legalidad de una guerra, la Guerra de Irak que derribó la dictadura de Saddam Hussein careció de la misma(1).
La Guerra de Irak no fue, por lo tanto, ilegal. Pero fue algo tan malo o peor que ilegal: fue un gran fracaso, lo que, cuando como ahora, hablamos de una guerra, es particularmente grave.
Fue, desde luego, un fracaso por lo que se refiere a su primer objetivo, la localización e inutilización de unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron y que, con toda probabilidad, nunca aparecerán, por la nada desdeñable razón de que, sencillamente, no existen.
Fue un fracaso porque nunca se encontró en Irak al terrorista que había puesto la espita de aquella guerra absurda, y al que se sólo halló ocho años después y en un país lejano a muchos miles de kilómetros de distancia. Algo, lo de no encontrar a Ben Laden en Irak, que, después de todo, no era tan imprevisible, pues pensar que a Saddam Hussein y a Osama Ben Laden pudiera unir algún tipo de interés o de alianza, es actuar como un principiante en relaciones internacionales. Irak estaba gobernado por un partido laico raro de hallar en un país islámico, el Baaz (por cierto, el mismo que gobierna en Siria), mientras que el objetivo indisimulado de Al Qaeda no era ni es otro que el de imponer dictaduras religiosas islamistas en todos los países islámicos del mundo, y si le dejan, también en los no islámicos.
Fue, en tercer lugar, un fracaso porque como muy bien explicó en esta misma columna uno de los grandes especialistas españoles sobre Irak, el cristiano caldeo Raad Salam, iraquí de nacimiento, apenas sirvió para establecer en Irak una dictadura político-religiosa donde previamente “sólo” existía una dictadura política. Lo que ha implicado que uno de los grandes costeadores de la guerra haya terminado siendo la importante comunidad cristiana de Irak (y con ella, otras minorías religiosas), reducida a la mitad por el importante exilio al que se ha visto obligada desde que cayó Saddam Hussein, y víctima de los más incalificables atentados, con cifras de muertos que exceden todo lo aceptable, si es que un solo muerto en un atentado terrorista puede aceptarlo alguien.
Fue, en cuarto lugar, un fracaso al desvirtuar todos los equilibrios geoestratégicos de la zona, propiciando, como hemos tenido ocasión de comprobar tangiblemente, el auge de una nueva potencia emergente con un grado de agresividad indisimulado, Irán, nueva pesadilla del mundo, cuyo principal vigilante era, precisamente, la dictadura saddamista y las supuestas “armas de destrucción masiva” nunca encontradas, pero que tenían la rara habilidad de mantener a raya a los iraníes. Fuimos muchos, -yo entre ellos, reconozco-, los que cuando se produjo la I Guerra del Golfo (1990) que desalojó a Irak de Kuwait, no entendimos el porqué de que Bush padre, al llegar a Bagdad, diera media vuelta, descartando derrocar entonces al dictador Saddam. Como si no tuviera otra intención que explicárnoslo, trece años después vino su torpe hijo para, finalizando la tarea supuestamente inacabada por el padre, darnos todas las claves que determinaron la decisión de su inteligente progenitor.
Y fue un fracaso por otras consecuencias que tuvo fuera del escenario iraquí, en lugares tan lejanos e insospechados como España, por ejemplo, donde la Guerra de Irak fue la bastida sobre la que se aupó al poder una banda de indocumentados sin líder, sin proyecto, sin ideología, sin equipos, sin formación ni moral, ni académica, ni profesional, dando inicio a una pesadilla que habría de durar más de siete años y que, a lo que se ve no por casualidad, ha venido a terminar en los mismos días en que ha terminado, con la total y definitiva retirada norteamericana de Irak, la II Guerra del Golfo también llamada Guerra de Irak.
(1) El 16 de octubre de 2003, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas emite su Resolución 1511, en las que, tras reafirmar expresamente “sus resoluciones anteriores relativas al Iraq, entre ellas las resoluciones 1483, de 22 de mayo de 2003, y 1500, de 14 de agosto de 2003, y a las amenazas a la paz y la seguridad causadas por los actos terroristas, incluida la resolución 1373, de 28 de septiembre de 2001, y otras resoluciones pertinentes […] autoriza a una fuerza multinacional bajo mando unificado a que tome todas las medidas necesarias para contribuir al mantenimiento de la seguridad y la estabilidad en el Iraq”. Por si lo dicho no fuera suficiente aval, a la Resolución 1511 sucede en el tiempo la Resolución 1546, en la que se señalaba que “la presencia de la fuerza multinacional en el Irak obedece a la solicitud del nuevo Gobierno provisional del Irak y por consiguiente, reafirma la autorización de la fuerza multinacional bajo un mandato unificado establecida en virtud de la resolución 1511”, y pedía “a los estados miembros y a las organizaciones internacionales y regionales que presten asistencia a la fuerza multinacional, en particular con fuerzas militares”.
©L.A.
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