Una vez planteados los dos polos del camino –el origen del mismo, que es Dios buscador del hombre, y el destino, que es Dios divinizador de él– para ser retomados y, al hacerlo, retomarse a sí mismo, al lector-oyente, que se encuentra entre ambos, solamente le queda recorrer esa distancia. A quien comenzó la lectura de la Regla en la distancia, se le presenta la ocasión de ponerse entre esos dos puntos, esto es, es momento de re-situarse. Si se confirma en la foraneidad, podrá continuar la lectura, pero será solamente un turista de ella, por sesudo que sea el recorrido; aunque siempre puede ser sorprendido en algún recodo de sus páginas que lo lleve a retomarla desde su principio como verdadero oyente.
Mas, a quien se quiere peregrino de ese camino, sólo le resta una posibilidad para vivir en la patria del caminante: caminar. S. Benito también nos lo había dicho. Ahora, con una imagen evocadora de la salida de la servidumbre en Egipto (cf. Ex 12,11), invita al lector a ceñirse para emprender la marcha, para dar comienzo a este éxodo que, haciéndole dejar la esclavitud del pecado y todo afecto desordenado, lo lleve a la tierra prometida: «ver a Aquél que nos ha llamado a su Reino».
Es un camino de fe viva o, lo que es lo mismo, operativa en el amor. Los pasos que hacen avanzar son las buenas obras, pero no nacidas del capricho, sino la observancia de ellas. Si se hacen, no ha de ser por ocurrencia, sino porque la bondad me demanda realizarla, es guardar, cuidar lo que ante mi pone la voluntad divina en muchas maneras. Unas veces con inequívoca claridad, otras con la necesidad del discernimiento.
Pero todo con la guía del Evangelio. Ésta es la columna de nube que por el día guía, ésta es la columna de fuego que por la noche evita la desorientación (cf. Ex 13, 21-22). Y el Evangelio es el Señor que va por delante en el camino: «El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24).
Y la llegada a la patria como mérito. Llegar sólo es posible por la gracia, pero, tal es el don divino, que lo que agraciadamente realicemos será mérito.