¡Qué deprisa pasa el tiempo! Ya estamos en la tercera semana de Adviento, queda poquísimo para el cumpleaños de Jesús y reconozco con vergüenza y tristeza que no he pensado casi nada en Él, que no me he preparado por dentro para su nacimiento, que he tenido la cabeza ocupada con muchos asuntos importantes, incluso urgentes, que me han distraído de lo que de verdad importa: Dios va a nacer.
Las personas que vivimos en el mundo, es decir todas aquellas que no somos religiosos de clausura, corremos el peligro de dejarnos absorber por la velocidad y la cantidad de acontecimientos, de cosas que hay que hacer, de tareas que hay que realizar… y sin querer nos olvidamos de Dios. Es muy fácil que ocurra, no te sientas mal si te ha pasado. ¡Todo se puede mejorar!
Los religiosos contemplativos también corren el peligro de meterse tanto en la contemplación y en la oración que pueden olvidarse de las cosas del mundo, de los asuntos cotidianos de los demás o de ellos mismos: no ver que un hermano tiene mala cara, dejar para luego una tarea que le encomienda la madre superiora, dejarse algo crudas o más bien quemadas las patatas de la tortilla… ninguno estamos exentos de los fallos.
Cuando me di cuenta de que no estaba viviendo el Adviento como me hubiera gustado sentí un pellizco en el corazón y me vi a mí misma como un posadero de Belén cerrando la puerta en las narices a José. Seguro que ninguno de los que les rechazaron lo hizo con mala intención, seguro que eran buenas personas, buenos judíos que conocían las Escrituras pero se vieron desbordados por la vida, por los acontecimientos, por las tareas…, se distrajeron y no se dieron cuenta de que había llegado la hora, de que el Mesías quería nacer en su casa.
Seguro que cuando se corrió la voz del nacimiento del Niño Jesús se tirarían de los pelos por haberlos mandado a paseo. Yo creo que más de uno iría corriendo a la cueva a pedir perdón a María y José y a llevarles todo lo que se les ocurrió que pudieran necesitar. Y ellos los recibirían bien, no harían sangre sino que aceptarían su arrepentimiento y sus regalos, los agradecerían sinceramente y dejarían que se acercaran al Señor. Y guardarían todo en su corazón para meditarlo despacio y tratar de comprenderlo.
Para mí María y José son ejemplos perfectos de contemplación y de vivir en el mundo. Nadie ha contemplado el misterio de la Encarnación como ellos ni ha cuidado materialmente del Señor como ellos. Antes de Su nacimiento ya se llevaron el tema a la oración personal, ¡imagínate!, si hasta tuvo que intervenir Dios enviando un ángel a decirle a José en sueños lo que quería de él, porque de lo preocupado que estaba porque María esperaba un hijo antes de convivir con su esposo, había decidido repudiarla en secreto. Y una vez conocida la voluntad de Dios, ¿no crees que se pondría manos a la obra en su taller a fabricar todos los muebles que necesitaría el Niño Jesús? Los mejores que salieron jamás de sus manos, los más bonitos y en los que puso más amor.
Y María, ¿qué decir de Ella que no se haya dicho ya? Tenía la ventaja de sentir a Jesús dentro, para lo bueno y para lo malo: las náuseas, la ciática, la incomodidad a medida que el Niño crecía, pero también la intimidad entre los dos, las ganas de verle y el amor que no le cabría dentro, la ilusión con que prepararía su ajuar, cómo se iría imaginando a su bebé vestido con aquella ropa que estaba haciéndole, arropadito con esas sábanas…
María y José, modelos al alcance de nuestra mano: con los pies bien en el suelo y la cabeza y el corazón bien en el Cielo. Esposos, padres de familia, trabajadores, vecinos, personas de oración, contemplativos en medio del mundo. Saben de qué hablamos. Nos entienden muy bien. ¡Y están deseando mostrarnos a Jesús y ponerlo en nuestros brazos!
Escucha este villancico, ilustra el texto. No sé quién es el autor, está en un CD que compré hace años titulado "Navidad en Peñalara". Espero que lo disfrutes mucho.