“El ángel les dijo: No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. (Lc 2, 1013)
Cuando el ángel se apareció a los pastores, en aquella primera Nochebuena de la historia, tuvo el valor de decirles algo que quizá ellos no entendieron del todo, al menos en un primer momento. Les dijo que les comunicaba la mejor de las noticias: acababa de nacerles el Mesías, el Salvador. Pero, a la vez, les decía que ese gran personaje era un bebé pobre, que se encontraba desvalido en una cueva de ganado. ¿Cómo podía ser que el redentor fuera tan débil? ¿cómo podía ayudar a los pobres quien necesitaba ayuda y no podía, al menos aparentemente, valerse por sí mismo?.
Y es que el don que traía Jesús no era el del dinero que había de sacar de la pobreza a los pastores, o el de la salud que vaciaría los hospitales, o el de las armas que expulsaría a los romanos invasores. Se trata de otro don, muy diferente: el don del amor. El mensaje de Jesús se resume en eso: Dios existe y Dios te ama. Si nosotros queremos traducir ese amor en dinero, en salud o en poder, nos equivocamos y, lógicamente, nos decepcionamos. Pero la culpa no estará en Dios. Está en nosotros, que no creemos en el amor, que no valoramos el amor. Dios me ama y ese es el don, el mayor don. Me ama aunque no me saque de la pobreza, aunque no me cure la enfermedad, aunque siga padeciendo la injusticia. Me ama y lo demuestra dando la vida por mí. Me ama y lo demuestra también pidiéndome su ayuda, como el Niño de Belén hizo con los pastores. Y ellos, afortunadamente, sí entendieron. Acudieron a su lado no a hacer negocio, sino a llevar regalos, a agradecer.