La liturgia de las Laudes de hoy nos han situado en el clima de espera inminente, de deseo que va a ser colmado. Es tan grande la necesidad que tenemos de Jesucristo que le insistimos y urgimos:
Apresúrate, Señor Jesús, y no tardes,
para que tu venida consuele y fortalezca 
a los que esperan todo de tu amor (Oración colecta).


Tal cual: apresúrate, ven ya. Es el grito del pobre hombre al Dios rico en misericordia, del enfermo aquejado al Médico celestial para sanarlo, del que está ardiendo en amor y quiere ver y abrazar a la Persona amada. Apresúrate, no tardes.

La esperanza se va a ver colmada. Ya decía el mismo responsorio breve de Laudes:

"Mañana quedará borrada la iniquidad de la tierra 
y sobre nosotros reinará el Salvador del mundo".

Ya es el momento: "A María le llegó el tiempo de dar a luz a su Hijo primogénito" (antífona Benedictus).

Todo está preparado: Dios va a entrar en el mundo mediante la carne humana del Verbo. María va a dar a luz al Sol que todo lo ilumina disipando las tinieblas.
 
No es momento de sentimentalismos navideños cuando el Salvador va a venir para redimirnos; ni es momento de desfigurar la Navidad hablando, tan alegóricamente, de que "Jesús nace en nuestros corazones", ni ocultar el Misterio tras el velo y la excusa de reuniones familiares. Es el momento del paso de Dios al mundo, de su primera Pascua, haciéndose hombre.

Ya, en los monasterios y cabildos, ha resonado el canto de la calenda del Martirologio romano, proclamando la solemnidad que mañana va a acontecer, desplegando su salvación, su fuerza de redención. Éste es para nosotros el gran anuncio, tan esperado, tan vibrante.

Pasados innumerables siglos desde la creación del mundo,
cuando en el principio Dios creó el cielo y la tierra
y formó el hombre a su imagen;
después también de muchos siglos,
desde que el Altísimo pusiera su arco en las nubes,
acabado el diluvio, como signo de alianza y de paz;
veintiún siglos después de la emigración de Abrahán,
nuestro padre en la fe, de Ur de los Caldeos;
trece siglos después de la salida del pueblo de Israel de Egipto
bajo la guía de Moisés;
cerca de mil años después que David fue ungido como rey;
la semana sesenta y cinco según la profecía de Daniel;
en la Olimpiada ciento noventa y cuatro,
el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de la Urbe;
el año cuarenta y dos del impero de César Octavio Augusto;
estando todo el orbe en paz,
Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre,
queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida,
concebido del Espíritu Santo,
nueve meses después de su concepción,
nace en Belén de Judá,
hecho hombre de María Virgen:
la Natividad de nuestro Señor Jesucristo.