Dios es el único Señor que, al ejercer sobre nosotros su poder, nos salva. ¿Qué podemos hacer nosotros con respecto a Él? Solamente y primordialmente aceptar su salvación, que la gracia que Él nos hace es poder amarle y ser amados por Él. Nos envió a Cristo y nos enseñó a amarle, amándonos primero hasta la muerte de cruz e invitándonos a amar al que nos amó primero hasta el extremo.

Y nos amó primero para que pudiéramos amarle, no porque necesitara nuestro amor, sino porque de no amarle, no podríamos llegar a ser como Él quería que fuéramos. Y en Navidad hemos de pensar que todo lo que dijo aquí en la tierra, todo lo que sufrió: oprobios, salivazos y bofetadas hasta la cruz y el sepulcro, no fue otra cosa que hablarnos por medio de su Hijo, atrayéndonos con su amor y suscitando nuestra respuesta de amor
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Dios, creador de los hombres, sabía que el amor no puede ser exigido por la fuerza, sino que era necesario suscitarlo en el corazón humano. Porque done hay coacción no hay libertad, y ella es radicalmente necesaria para cualquier amor.

Insistamos en que quiso que le amáramos, porque no podíamos ser salvados si no le amábamos, y no podríamos amarle si no recibíamos de Él su amor. Y dejemos para otra ocasión la situación de quienes no lo conocen o lo olvidan o lo niegan. Me basta hoy recordar lo que dijo González de Cardedal acerca del amor de los padres y las madres: que se inclinan a ver en los hijos más pronto que son amables que no que sean miserables. Pero también es evidente que no son pocos quienes hacen mal uso de su libertad y la posible condenación es un tema insistente en la Sagrada Escritura.

Y le amamos con el mismo amor que ha derramado en nuestros corazones. Y su amor es su bondad.-Él es el único bueno y sumo bien- es el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo y que, como dijo el Abad Guillermo de San Teodorico, el Espíritu, al principio de la creación “aleteaba sobre las aguas, esto es, sobre los espíritus fluctuantes de los hombres, brindándose a todos, atrayendo hacia sí todas las cosas, inspirando, impulsando, librándonos del mal, procurándonos lo necesario, uniendo a Dios son nosotros y a nosotros con Dios”
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El Espíritu prepara al hombre para recibir al Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre y el Padre en la vida eterna le da la inmortalidad, que es la consecuencia de ver a Dios.

Pues así como los que ven la luz están en la luz y reciben su claridad, así también los que ven a Dios están en Dios y reciben su claridad. La claridad de Dios vivifica y, por lo tanto, los que ven a Dios, reciben la vida. Ojalá nosotros seamos conscientes de esa vida recibida, pero llamada a ser acrecentada en nosotros, por nosotros mismos, para llegar, como dijo Paul Claudel, a “vivir puerta con puerta con Dios, el Señor”.