El 13 de octubre de 1931, Manuel Azaña -por aquel entonces ministro de la Guerra aunque, posteriormente, jefe de gobierno y Presidente de la segunda República- afirmaba en una sesión del Congreso: “España ha dejado de ser católica”. La afirmación no era constatación de una realidad, pero sí pudo ser una declaración de intenciones. A juzgar por los hechos que fueron sucediéndose años después, lo que sí había en la afirmación de Azaña era una voluntad y un proyecto de borrar del mapa de España largos siglos de cultura y de vida cristiana.
El beato Juan Pablo II comprendió, como pocos, ese objetivo de los enemigos del catolicismo: “Al brillante y glorioso ejército de los mártires pertenecen no pocos cristianos españoles asesinados por odio a la fe en los años 19361939, durante los acontecimientos de la Guerra Civil que sufrió su patria, y por la inicua persecución desencadenada contra la Iglesia, contra sus miembros y sus instituciones. Con particular odio y ensañamiento fueron perseguidos los Obispos, los sacerdotes y los religiosos cuyo único delito -si así puede decirse- era el de creer en Cristo, anunciar el Evangelio y llevar al pueblo por el camino de la salvación. Con su eliminación, los enemigos de Cristo y de su doctrina esperaban llegar a hacer desaparecer totalmente la Iglesia del suelo de España...” (Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos 1992)
La muerte de miles y miles de fieles, asesinados “in odium fidei”, debe ser denominada legítimamente como martirio en sentido propio y genuino. Así lo hizo el 30-IX1936 el Obispo de Salamanca y después Arzobispo de Toledo, Enrique Pla y Daniel, en carta pastoral a sus diocesanos. Así lo hicieron 39 Obispos españoles el 1-VI1937 en una carta colectiva dirigida a los Obispos del mundo entero. Así lo hizo el Papa Pío XI el 14-IX1936 en una alocución a quinientos peregrinos españoles. Así lo ha entendido el buen pueblo creyente que presenció los acontecimientos.
En la persecución religiosa en España hubo miles de personas que sufrieron muerte violenta, que fueron torturadas y fusiladas exclusivamente por su condición de creyentes; porque vestían una sotana o un hábito religioso; por ser sacerdotes o religiosos que tenían una actividad pastoral en parroquias, en centros de enseñanza o centros hospitalarios; o por ser laicos comprometidos con su fe en Jesucristo.
Antonio Montero, en su libro “Historia de la persecución religiosa en España”, presenta una estadística de 6832 eclesiásticos sacrificados en la persecución religiosa. Los miembros del clero secular, incluidos doce Obispos y un Administrador Apostólico fueron 4184, o sea el 13% del total del clero. Los religiosos sacrificados fueron 2365, lo que supone el 23% del total. Las religiosas martirizadas fueron 283. No ha sido posible presentar ni siquiera una cifra aproximada de los laicos católicos asesinados por su condición de creyentes consecuentes con su fe.
La persecución se hizo más sangrienta a partir del verano de 1936 y siguió implacable durante más de un año. Desde julio de 1937 fue disminuyendo porque el crédito del Gobierno republicano quedó muy afectado por la protesta colectiva de los Obispos españoles, por las reclamaciones de la Santa Sede y por las advertencias que llegaban de varios sectores europeos.
El proyecto de aniquilación de la Iglesia fue tan generalizado y tan radical que en toda la España republicana no solamente se suprimió el sacerdocio y se cerraron o destruyeron los templos, sino que, llegando a extremos ridículos, se eliminó de la toponimia española, incluida la urbana y callejera, toda referencia a la religión. Ni un pueblo, ni un monte, ni un río, ni un barrio, ni una calle o plaza conservó su nombre si éste hacía referencia a Dios, a la Virgen, a los santos o a cualquier cosa que tuviera relación, por pequeña que fuera, con el hecho religioso.
Dentro de este clima general de odio y fanatismo antirreligioso es preciso encuadrar el martirio de los 22 religiosos oblatos de Pozuelo de Alarcón que, con un soriano al frente, el P. Francisco Esteban Lacal, son beatificados el sábado 17 de diciembre en Madrid.
Pozuelo de Alarcón era -en 1936- un pueblo de unos 2000 habitantes. Estaba formado por dos núcleos de población: el antiguo pueblo de labradores y un barrio nuevo, preferentemente obrero, que se creó con la llegada del ferrocarril y que se llamó -y sigue llamándose- el barrio de la Estación. Las organizaciones sindicales lograron penetrar en el ambiente obrero y comenzaron a impartir consignas revolucionarias y anticlericales que, en breve, tendrían como punto de mira a los religiosos oblatos. Era éstos unos hombres que solamente se dedicaban a hacer lo que era propio de su condición religiosa: eran confesores; iban a las parroquias vecinas para asistir a funerales y predicar, especialmente en Cuaresma y Semana Santa; daban catequesis de primera Comunión; preparaban a la gente mayor para el “cumplimiento por Pascua”; etc. En resumen, eran todo y sólo religiosos, para nada inmiscuidos en política.
Sin embargo, esta actividad religiosa comenzó a inquietar a los socialistas, comunistas y sindicalistas que habían formado sus comités en el barrio de la Estación. Les preocupaba que los “frailes” (así los llamaban) animaran la vida religiosa en Pozuelo y su entorno; les irritaba que fueran por la calle en sotana y además con su crucifijo oblato muy visible colgado al pecho; etc. Por estas y otras muchas “actitudes provocativas” la comunidad de los oblatos se fue haciendo cada vez más odiosa a los grupos marxistas. Ante esto, los religiosos no se dejaron intimidar aunque sí extremaron las medidas de prudencia, de serenidad, de calma y el compromiso de no responder a ningún insulto provocador. Ningún religioso se mezcló con actividades políticas ni tomó parte, ni siquiera ocasionalmente, en actos políticos. Pero eso sí, se mantuvo el programa de formación espiritual e intelectual sin renunciar a las diversas actividades pastorales que formaban parte del programa de formación sacerdotal y misionera.
Porque, según los radicales izquierdistas, los religiosos eran “los enemigos de la libertad”, los “embaucadores de la gente”, los que “oprimían al pueblo”, los que “alentaban al capitalismo”, etc. el 22 de julio de 1936, a las tres de la tarde, un nutrido contingente de milicianos, armados de escopetas y pistolas, asaltó el convento. Lo primero que hicieron fue detener a los 38 religiosos presentes. Comenzaba aquí un calvario que concluiría para la mayoría de ellos el 28 de noviembre. Ese día fueron fusilados, sin acusación, sin juicio, sin defensa, sin explicaciones. Se sabe que murieron haciendo profesión de fe y perdonando a sus verdugos, y que -a pesar de las torturas durante el cruel cautiverio- ninguno apostató, ni decayó en la fe, ni lamentó haber abrazado la vocación religiosa. Antes de morir, el P. Esteban Lacal dio la absolución al resto y dijo: “Sabemos que nos matáis por católicos y religiosos. Lo somos. Tanto yo como mis compañeros os perdonamos de corazón. ¡Viva Cristo Rey!”.
La Iglesia -con la Beatificación del religioso soriano y de sus compañeros mártires- no nos presenta como ejemplo y modelo a unos caídos de la Guerra sino a unos auténticos mártires de Cristo; mártires sacrificados no como fruto de una contienda en la que caen personas de uno y otro bando sino testigos de Cristo que se han mantenido fieles a su fe y amor al Señor hasta la muerte. De este modo, gracias a su fidelidad, toda la rabia y el odio contra Dios y contra la fe católica se convirtieron en una ocasión de expresar un amor más grande, un amor que muere perdonando a los verdugos. Una vez más, el odio no tuvo la última palabra. La última palabra fue el amor, porque Dios es Amor.
El beato Juan Pablo II comprendió, como pocos, ese objetivo de los enemigos del catolicismo: “Al brillante y glorioso ejército de los mártires pertenecen no pocos cristianos españoles asesinados por odio a la fe en los años 19361939, durante los acontecimientos de la Guerra Civil que sufrió su patria, y por la inicua persecución desencadenada contra la Iglesia, contra sus miembros y sus instituciones. Con particular odio y ensañamiento fueron perseguidos los Obispos, los sacerdotes y los religiosos cuyo único delito -si así puede decirse- era el de creer en Cristo, anunciar el Evangelio y llevar al pueblo por el camino de la salvación. Con su eliminación, los enemigos de Cristo y de su doctrina esperaban llegar a hacer desaparecer totalmente la Iglesia del suelo de España...” (Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos 1992)
La muerte de miles y miles de fieles, asesinados “in odium fidei”, debe ser denominada legítimamente como martirio en sentido propio y genuino. Así lo hizo el 30-IX1936 el Obispo de Salamanca y después Arzobispo de Toledo, Enrique Pla y Daniel, en carta pastoral a sus diocesanos. Así lo hicieron 39 Obispos españoles el 1-VI1937 en una carta colectiva dirigida a los Obispos del mundo entero. Así lo hizo el Papa Pío XI el 14-IX1936 en una alocución a quinientos peregrinos españoles. Así lo ha entendido el buen pueblo creyente que presenció los acontecimientos.
En la persecución religiosa en España hubo miles de personas que sufrieron muerte violenta, que fueron torturadas y fusiladas exclusivamente por su condición de creyentes; porque vestían una sotana o un hábito religioso; por ser sacerdotes o religiosos que tenían una actividad pastoral en parroquias, en centros de enseñanza o centros hospitalarios; o por ser laicos comprometidos con su fe en Jesucristo.
Antonio Montero, en su libro “Historia de la persecución religiosa en España”, presenta una estadística de 6832 eclesiásticos sacrificados en la persecución religiosa. Los miembros del clero secular, incluidos doce Obispos y un Administrador Apostólico fueron 4184, o sea el 13% del total del clero. Los religiosos sacrificados fueron 2365, lo que supone el 23% del total. Las religiosas martirizadas fueron 283. No ha sido posible presentar ni siquiera una cifra aproximada de los laicos católicos asesinados por su condición de creyentes consecuentes con su fe.
La persecución se hizo más sangrienta a partir del verano de 1936 y siguió implacable durante más de un año. Desde julio de 1937 fue disminuyendo porque el crédito del Gobierno republicano quedó muy afectado por la protesta colectiva de los Obispos españoles, por las reclamaciones de la Santa Sede y por las advertencias que llegaban de varios sectores europeos.
El proyecto de aniquilación de la Iglesia fue tan generalizado y tan radical que en toda la España republicana no solamente se suprimió el sacerdocio y se cerraron o destruyeron los templos, sino que, llegando a extremos ridículos, se eliminó de la toponimia española, incluida la urbana y callejera, toda referencia a la religión. Ni un pueblo, ni un monte, ni un río, ni un barrio, ni una calle o plaza conservó su nombre si éste hacía referencia a Dios, a la Virgen, a los santos o a cualquier cosa que tuviera relación, por pequeña que fuera, con el hecho religioso.
Dentro de este clima general de odio y fanatismo antirreligioso es preciso encuadrar el martirio de los 22 religiosos oblatos de Pozuelo de Alarcón que, con un soriano al frente, el P. Francisco Esteban Lacal, son beatificados el sábado 17 de diciembre en Madrid.
Pozuelo de Alarcón era -en 1936- un pueblo de unos 2000 habitantes. Estaba formado por dos núcleos de población: el antiguo pueblo de labradores y un barrio nuevo, preferentemente obrero, que se creó con la llegada del ferrocarril y que se llamó -y sigue llamándose- el barrio de la Estación. Las organizaciones sindicales lograron penetrar en el ambiente obrero y comenzaron a impartir consignas revolucionarias y anticlericales que, en breve, tendrían como punto de mira a los religiosos oblatos. Era éstos unos hombres que solamente se dedicaban a hacer lo que era propio de su condición religiosa: eran confesores; iban a las parroquias vecinas para asistir a funerales y predicar, especialmente en Cuaresma y Semana Santa; daban catequesis de primera Comunión; preparaban a la gente mayor para el “cumplimiento por Pascua”; etc. En resumen, eran todo y sólo religiosos, para nada inmiscuidos en política.
Sin embargo, esta actividad religiosa comenzó a inquietar a los socialistas, comunistas y sindicalistas que habían formado sus comités en el barrio de la Estación. Les preocupaba que los “frailes” (así los llamaban) animaran la vida religiosa en Pozuelo y su entorno; les irritaba que fueran por la calle en sotana y además con su crucifijo oblato muy visible colgado al pecho; etc. Por estas y otras muchas “actitudes provocativas” la comunidad de los oblatos se fue haciendo cada vez más odiosa a los grupos marxistas. Ante esto, los religiosos no se dejaron intimidar aunque sí extremaron las medidas de prudencia, de serenidad, de calma y el compromiso de no responder a ningún insulto provocador. Ningún religioso se mezcló con actividades políticas ni tomó parte, ni siquiera ocasionalmente, en actos políticos. Pero eso sí, se mantuvo el programa de formación espiritual e intelectual sin renunciar a las diversas actividades pastorales que formaban parte del programa de formación sacerdotal y misionera.
Porque, según los radicales izquierdistas, los religiosos eran “los enemigos de la libertad”, los “embaucadores de la gente”, los que “oprimían al pueblo”, los que “alentaban al capitalismo”, etc. el 22 de julio de 1936, a las tres de la tarde, un nutrido contingente de milicianos, armados de escopetas y pistolas, asaltó el convento. Lo primero que hicieron fue detener a los 38 religiosos presentes. Comenzaba aquí un calvario que concluiría para la mayoría de ellos el 28 de noviembre. Ese día fueron fusilados, sin acusación, sin juicio, sin defensa, sin explicaciones. Se sabe que murieron haciendo profesión de fe y perdonando a sus verdugos, y que -a pesar de las torturas durante el cruel cautiverio- ninguno apostató, ni decayó en la fe, ni lamentó haber abrazado la vocación religiosa. Antes de morir, el P. Esteban Lacal dio la absolución al resto y dijo: “Sabemos que nos matáis por católicos y religiosos. Lo somos. Tanto yo como mis compañeros os perdonamos de corazón. ¡Viva Cristo Rey!”.
La Iglesia -con la Beatificación del religioso soriano y de sus compañeros mártires- no nos presenta como ejemplo y modelo a unos caídos de la Guerra sino a unos auténticos mártires de Cristo; mártires sacrificados no como fruto de una contienda en la que caen personas de uno y otro bando sino testigos de Cristo que se han mantenido fieles a su fe y amor al Señor hasta la muerte. De este modo, gracias a su fidelidad, toda la rabia y el odio contra Dios y contra la fe católica se convirtieron en una ocasión de expresar un amor más grande, un amor que muere perdonando a los verdugos. Una vez más, el odio no tuvo la última palabra. La última palabra fue el amor, porque Dios es Amor.