Contemplar, ser contemplativos. En el despacho,
en la calle o viendo el telediario.
En casa o durante un viaje. Soltero o casado.
Comentarle al Señor todos esos poemas y libros,
pedirle su opinión. Rezar. Preocuparse
de cómo está Cristo, de cómo late
su Sagrado Corazón. (Es Dios y persona).
Porque Cristo está vivo.
¡Qué diálogo tan magnífico! No sólo en el templo,
no sólo en ese tiempo concreto o cuando apetece o duele.
La oración lo abarca todo, y es nuestra propia vida.
Es el impulso y el nervio, y la paz, y la gracia
que nimba el mundo de belleza.
Su voluntad es la nuestra.
Y el amor por las almas, y el desvivirse.
¡Cómo cambia todo! Ya no vemos igual los colores.
Ni la historia, ni la ciencia, ni la literatura o las artes.
Ni siquiera el dolor o la muerte.
La vida es amarle, enamorarse.
Rezar. Ese querer descansar en la intimidad de Dios
y ya no desear ninguna otra cosa.
Esa constancia en el amor, en cada detalle.