El jueves pasado asistí a la Santa Misa. Se celebraba la Inmaculada Concepción. La capilla estaba abarrotada y hubo que improvisar algunos asientos.
A poco de comenzar la celebración, y aprovechando una breve pausa antes de las lecturas, observé como uno de los jóvenes seminaristas, que actuaba de acólito junto al altar, se aproximaba adonde estaba otro seminarista, que permanecía de pie en el lateral de la capilla, para acercarle una silla, relegada en lugar inútil de la sala. Su compañero, al recibirla, se lo agradeció con una amplia sonrisa.
Al terminar de leer la Primera Lectura, un diácono (ya no tan joven) que hasta ese momento había estado interviniendo como lector, volvió al sitio que le correspondía junto al ahora ya sentado seminarista. Pero una vez allí éste, de manera diligente y discreta, le cedió con delicadeza su asiento, volviendo a permanecer de pie y recibiendo el agradecido saludo del diácono que, no obstante, miraba preocupado alrededor buscando otra silla.
No hizo falta, pues, finalmente, un tercer asistente de la primera fila, también miembro de la comunidad y que al parecer venía observando lo mismo que yo, salió al paso de la situación y haciéndose un poco de hueco en un banco cercano cedió su silla al frustrado sedente quien, satisfecho y sonriente, se dispuso a escuchar la Segunda Lectura.
Al hilo de este episodio, alguien podría pensar que me interesan las vicisitudes de las sillas o que tengo excesiva facilidad para distraerme en Misa, pero yo saqué otra conclusión: me di cuenta que los tres eran cristianos… pues mostraban la inconfundible señal: se quieren entre ellos.
“En esto conocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tenéis los unos a los otros” (S. Juan 13, 35)
Y es que (me sorprendía de mí mismo al pensarlo) es el amor entre cristianos -y no otra- la genuina señal por la que Nuestro Señor nos advirtió que seríamos reconocidos.
Así nos lo dijo Él. Y así interpreto yo lo que esa mañana presencié.
Porthos