Durante los domingos II y III de Adviento, Juan el Bautista abre caminos a Cristo, el Mesías prometido, esperado, aguardado, pero lejos de ser una predicación dulzona y sensible, o una predicación revolucionaria llamando al "compromiso" y al cambio de estructuras sociales, es una predicación dura y exigente llamando a la conversión personal que, además, se concreta en gestos pequeños y cotidianos y no en discursos.
 
 
La preparación de la Venida del Señor no nos deja cómodamente instalados, sino más bien desinstalados, saliendo al desierto de donde ha de venir el Salvador; rompe las ataduras que nos retienen para estar libres y dispuestos a seguir al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. La conversión es un ingrediente del Adviento.
 
En nuestras iglesias resuena la voz del Bautista llamando a la conversión. El camino del Señor debe estar bien preparado para que Él pueda transitar y no tropezar con nuestros pecados. Es momento oportuno para abajar los montes de nuestro orgullo y levantar los valles de nuestros desánimos y cobardías, como reza una petición de las Laudes en este tiempo.
 
La figura de Juan el Bautista enlaza el Antiguo con el Nuevo Testamento, lo anunciado con la inminencia de su cumplimiento. El grita a quien quiera escuchar, que ya está aquí el Deseado de las naciones, el Príncipe de la Paz cuyo reinado será eterno.
 
Así pide la paz para los fieles la oratio ad pacem del domingo I de Adviento en nuestro rito hispano-mozárabe:
 
 
Señor, Dios omnipotente,
 
tú, para redimir al género humano
 
quisiste enviamos a tu Hijo,
 
igual a ti en la esencia y la eternidad,
 
el cual, anunciado por el ángel,
 
se hizo hombre en el seno de la Virgen María;
 
antes de la llegada de este mismo Hijo tuyo,
 
te dignaste destinar a Juan como precursor,
 
para que, por la predicación de la verdad en el desierto,
 
el pueblo, arrepentido de sus antiguos pecados,
 
obtuviese el perdón,
 
y así el mundo fuese digno de alcanzar
 
la plenitud de la gracia por medio del nuevo hombre de Dios
 
portador de la buena noticia del reino de la divina Trinidad.
 
En este tiempo en que esperamos la venida de tu Unigénito
 
concédenos el mismo don de la paz,
 
que te dignaste conceder en los tiempos pasados.
 
En el encuentro que esperamos, dígnate asociarnos
 
para recibir el premio, a aquellos que,
 
en los comienzos de la fe,
 
fueron lavados por Juan en el Jordán,
 
con las aguas de penitencia
 
y después bautizados por tu Hijo en el Espíritu Santo y el fuego.
 
R/. Amén.
 
Concédelo, oh Dios,
 
por el autor de la paz y del amor, nuestro Señor Jesucristo,
 
con el cual eres una sola e igual esencia
 
en la unidad del Espíritu Santo que reina,
 
Dios, por los siglos de los siglos.
 
R/. Amén.
 
La figura de Juan el Bautista es el anuncio de los tiempos mesiánicos que ya están empezado a brotar:
 
 
Es justo y necesario darte siempre gracias,
 
Señor, Padre santo, Dios omnipotente y eterno,
 
por Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro;
 
a quien Juan, amigo fiel, precedió naciendo,
 
precedió predicando en el desierto,
 
precedió bautizando;
 
al preparar el camino del juez y del redentor,
 
convocó a los pecadores a la penitencia,
 
y, a fin de ganar un pueblo para el Salvador,
 
bautizó en el Jordán
 
a los que confesaban sus propios pecados.
 
Él no confería a los hombres
 
la gracia de una total renovación,
 
sino que les animaba a esperar
 
la presencia del piadosísimo Salvador.
 
No perdonaba por si mismo los pecados de los que acudían a él,
 
sino que prometía para más adelante
 
la remisión de las culpas a los que creyesen;
 
así, quienes se sumergían en las aguas de la penitencia
 
debían esperar el remedio del perdón de aquél que había de venir,
 
y llegaría lleno del don de la gracia y de la verdad.
 
 
 
Cristo, pues, fue bautizado por Juan,
 
con agua visible y Espíritu invisible.
 
Todos eran guiados por la obediencia a la misericordia,
 
por el hijo de la estéril al Hijo de la Virgen,
 
por Juan, hombre grande, a Cristo, hombre Dios (Illatio, domingo I Adv., rito hispano-mozárabe).