Con alguna frecuencia se publican informaciones y análisis acerca de la celebración de la Misa en el Rito Romano Tradicional, con particular atención a lo que sucede en España desde la entrada en vigor en 2007 del Motu Proprio Summorum Pontificum (en adelante, SP).
En ocasiones se dejan entrever —con más o menos detalle— las dificultades que obispos y clérigos oponen al normal desenvolvimiento de los sacerdotes y grupos de fieles que tratan de ejercer su derecho a celebrar y participar en la Liturgia de acuerdo con las normas del Motu Proprio citado. Recluidos en lugares inverosímiles, sometidos a traslados y a cambios de horario, sus celebraciones se desarrollan en condiciones que recuerdan muchas veces a las del culto privado protestante que se toleraba en España antes del Vaticano II: a puerta cerrada y sin apenas ningún signo exterior o toque de campanas.
Sin cuestionar la autoridad que a tales afirmaciones compete hay que convenir en que resultan difícilmente verificables a la luz de la realidad de las cosas. El contraste entre el resultado de la reforma litúrgica y las formas previas es tan acusado que los Cardenales Ottaviani y Bacci llegaron a la conclusión de que “el nuevo “Ordo Missae” —si se consideran los elementos nuevos susceptibles de apreciaciones muy diversas, que aparecen en él sobreentendidas o implícitas— se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20ª sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio” (Carta a Pablo VI de los cardenales Ottaviani —prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe— y Bacci que sirve de presentación al Breve Examen Critico del Novus Ordo Missae, 1969).
En efecto, la ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesia cree como ora, y así se expresa en el adagio clásico aducido en SP: “Lex orandi, lex credendi” [“La ley de la oración es la ley de la fe”] o “legem credendi lex statuat supplicandi” [“La ley de la oración determine la ley de la fe”], según Próspero de Aquitania (siglo V, ep. 217). Ahora bien, resulta difícil contradecir que detrás de la reforma litúrgica, fruto de lo que se ha denominado el movimiento litúrgico desviado—, existen nuevas doctrinas teológicas que han dado origen a una nueva liturgia sustancialmente diferente de la liturgia romana tradicional. Un detallado estudio teológico y litúrgico publicado en 2001 llegaba a las siguientes conclusiones:
Se toca aquí el fondo de una cuestión que no cabe resolver con respuestas autoritativas sin ningún tipo de argumentación racional ni teológica (al estilo de las proporcionadas en SP). Porque nadie que trate con seriedad la cuestión propone que se saquen del baúl los candeleros, sombreritos y puntillas, aunque algunos se dediquen a eso. A lo que se aspira es a que se nos devuelva un tesoro de fe y piedad que nos fue inicuamente arrebatado por aquellos arbitristas que implementaron una ruptura litúrgica radicalizando más aún los principios contenidos en la Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, al amparo de sus contradicciones y ambigüedades.
Además, todo induce a pensar que más que de una rectificación, lo que se trata es de consolidar la reforma posconciliar, llegando a una síntesis dialéctica equidistante del rito romano tradicional y de los que hoy son reconocidos como excesos. Dicho equilibrio nos devolvería a un Misal de Pablo VI químicamente puro, neutralizando al mismo tiempo tanto los abusos como la portentosa resistencia que ha permitido conservar en vigor el Misal Romano Tradicional.
Que ese es el objetivo final del proceso se deduce leyendo con atención las intervenciones de Ratzinger sobre la cuestión litúrgica anteriores y posteriores a su elevación al papado y lo destacó con toda claridad, el cardenal Koch, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, en una conferencia con el significativo título de “”:
Conviene recordar que Pablo VI acudía a la propia fuerza de su autoridad para obligar al acatamiento de las novedades que se deseaba implantar: “La adopción del nuevo Ordo Missae no se deja para nada a la libre decisión de los sacerdotes o fieles […] El nuevo Ordo Missae ha sido promulgado para tomar el lugar del antiguo rito, después de una madura deliberación, para llevar a cabo las decisiones del Concilio” (24 de mayo de 1976). Ahora bien, éste y parecidos discursos carecen del valor jurídico necesario para abrogar la Bula Quo primum de San Pío V (1570) que concede a perpetuidad a los sacerdotes de rito romano la facultad de la celebrar la impropiamente llamada Misa tridentina.
Ahora bien, con anterioridad a 1988 siempre se negaron desde Roma a reconocer comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional. La propia historia de la Hermandad de San Pío X es el resultado de todas estas negativas pues, desde 1969, Roma nunca autorizó la celebración de la Misa Tradicional hasta 1984, y entonces en condiciones leoninas. Prohibición, por cierto, contra todo derecho, por puro abuso de poder pues ahora en el Motu Proprio SPel propio Benedicto XVI ha reconocido explícitamente “que no se ha abrogado nunca” el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962.
Creo que no se ha reflexionado seriamente sobre la gravedad de la situación ahora reconocida por primera vez; es decir, la existencia hasta 2007 de un vacío legal en una materia de importancia trascendental para la vida de la Iglesia como es la celebración de la Santa Misa. Cualquier valoración de la persona y obra de Monseñor Lefebvre no puede perder de vista que el nuevo Misal se impuso por métodos coactivos, sin regulación canónica y sin prestar ninguna atención a las voces de protesta que aquí y allá se alzaron. El Motu Proprio tantas veces citado lleva a cabo por primera vez dicha regulación, casi a los cuarenta años de la implantación del nuevo Ordo Missae, aunque en unos términos difícilmente aceptables (forma ordinaria y extraordinaria de un mismo rito) para quienes han sostenido durante estos años el combate por la preservación de la Liturgia previa a la reforma. Pero, una regulación que —en vista de la manera en que se han desarrollado los hechos— es razonable pensar que nunca se hubiera producido a no ser por la rectificación introducida en la atención prestada desde Roma a este asunto a partir de las ordenaciones episcopales de 1988.
Por último, queremos constatar que, si bien algunas medidas parciales pueden dar la apariencia de una reforma de la reforma, poco cabe esperar de todo aquello que no sea restaurar la Misa de siempre, en todas partes y para todos. Todo lo que se haga sin cuestionar los principios erróneos sobre los que se sustentaron las experiencias nacidas del Vaticano II será poco más que puro bonapartismo, término con el que se define en la historia de cualquier proceso revolucionario a la fase de institucionalización, momento que salva de perecer en medio de su propia inoperancia y del caos provocado a las conquistas logradas durante el período anterior.
Los más optimistas —o más bien, ingenuos— se hacen eco de la proliferación de lugares en que ya se celebra la forma extraordinaria, del incremento de fieles y hasta de una presunta restauración litúrgica (¿la reforma de la reforma?) que se manifiesta en la proliferación de crucifijos, candeleros, antipendios, carpetas de corporales... incluso en templos donde se celebra la forma ordinaria del rito romano. Para ellos, no importa que los oficiantes en dichas ceremonias se hayan mantenido durante años completamente ajenos al rito tradicional o que se trate de conspicuos representantes del episcopado autodemoledor.
En ocasiones se dejan entrever —con más o menos detalle— las dificultades que obispos y clérigos oponen al normal desenvolvimiento de los sacerdotes y grupos de fieles que tratan de ejercer su derecho a celebrar y participar en la Liturgia de acuerdo con las normas del Motu Proprio citado. Recluidos en lugares inverosímiles, sometidos a traslados y a cambios de horario, sus celebraciones se desarrollan en condiciones que recuerdan muchas veces a las del culto privado protestante que se toleraba en España antes del Vaticano II: a puerta cerrada y sin apenas ningún signo exterior o toque de campanas.
El análisis de las causas de esta situación resulta generalmente insuficiente porque se procura reducir el problema a prejuicios injustificados de unos y de otros o a reacciones personales de éste o aquel Obispo, prescindiendo de lo que la reforma litúrgica significa como consecuencia y causa de la crisis de la Iglesia.
Ello lleva a obliterar el conflicto real que existe entre las dos formas rituales representadas por la Misa Tradicional y la impuesta por Pablo VI en 1969. Se actúa así en los términos sugeridos por el Motu Proprio SP, donde se sostiene que “El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la "Lex orandi" ("Ley de la oración"), de la Iglesia católica de rito latino. No obstante el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente por el beato Juan XXIII debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma "Lex orandi" y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo. Estas dos expresiones de la "Lex orandi" de la Iglesia no llevarán de forma alguna a una división de la "Lex credendi" ("Ley de la fe") de la Iglesia; son, de hecho, dos usos del único rito romano” (art. 1). Conceptos similares se expresan en la Instrucción publicada por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei sobre la aplicación del Motu Proprio SP (30-abril-2011).
Sin cuestionar la autoridad que a tales afirmaciones compete hay que convenir en que resultan difícilmente verificables a la luz de la realidad de las cosas. El contraste entre el resultado de la reforma litúrgica y las formas previas es tan acusado que los Cardenales Ottaviani y Bacci llegaron a la conclusión de que “el nuevo “Ordo Missae” —si se consideran los elementos nuevos susceptibles de apreciaciones muy diversas, que aparecen en él sobreentendidas o implícitas— se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20ª sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio” (Carta a Pablo VI de los cardenales Ottaviani —prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe— y Bacci que sirve de presentación al Breve Examen Critico del Novus Ordo Missae, 1969).
En efecto, la ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesia cree como ora, y así se expresa en el adagio clásico aducido en SP: “Lex orandi, lex credendi” [“La ley de la oración es la ley de la fe”] o “legem credendi lex statuat supplicandi” [“La ley de la oración determine la ley de la fe”], según Próspero de Aquitania (siglo V, ep. 217). Ahora bien, resulta difícil contradecir que detrás de la reforma litúrgica, fruto de lo que se ha denominado el movimiento litúrgico desviado—, existen nuevas doctrinas teológicas que han dado origen a una nueva liturgia sustancialmente diferente de la liturgia romana tradicional. Un detallado estudio teológico y litúrgico publicado en 2001 llegaba a las siguientes conclusiones:
“El análisis del Novus Ordo Missae y de la Institutio generalis Missalis romani nos obligará a comprobar que la estructura del rito ya no se funda en el sacrificio sino en el banquete conmemorativo. Descubriremos igualmente que el rito ha puesto en primer plano la presencia de Cristo en su Palabra y en su pueblo, relegando a un segundo plano la presencia de Cristo como sacerdote y como víctima. Por una consecuencia inevitable, la dimensión eucarística se pondrá por delante de la finalidad satisfactoria. La conclusión de esta triple verificación se impondrá entonces: para designar las diferencias entre el misal tradicional y el nuevo, el término ruptura litúrgica es más apropiado que el de reforma litúrgica” (Fraternidad Sacerdotal San Pío X, El problema de la reforma litúrgica. La Misa de Vaticano II y de Pablo VI, Argentina, 2001, p.1516).
“Estoy contento [con la instrucción Universae Ecclesiae], ciertamente. Aunque también aquí habría algo que decir. La primera: de la nueva instrucción, que he leído atentamente, surge que el antiguo rito preconciliar y el nuevo surgido de la reforma postconciliar deben ser considerados con igual dignidad y puestos en el mismo plano. Pero si el rito antiguo era bello y bueno, como ahora se reconoce, ¿por qué ha sido sustituido? ¿Por qué, mejor dicho, ha sido trastornado? Si sólo se quería cambiar la lengua, ¿por qué no ha sido traducido del latín con algunos retoques, aquí y allí, como ha ocurrido otras veces en la historia de la Iglesia? Por otro lado, pienso que esta comprensión del Papa Ratzinger, esta mano tendida, este intento de reconciliación no disuadirá a los herederos de Lefebvre. De hecho, estoy convencido que el verdadero problema no es para ellos la liturgia, la Misa en latín. Hay dos perspectivas diversas de la Iglesia, dos lecturas diversas del Evangelio”.
Se toca aquí el fondo de una cuestión que no cabe resolver con respuestas autoritativas sin ningún tipo de argumentación racional ni teológica (al estilo de las proporcionadas en SP). Porque nadie que trate con seriedad la cuestión propone que se saquen del baúl los candeleros, sombreritos y puntillas, aunque algunos se dediquen a eso. A lo que se aspira es a que se nos devuelva un tesoro de fe y piedad que nos fue inicuamente arrebatado por aquellos arbitristas que implementaron una ruptura litúrgica radicalizando más aún los principios contenidos en la Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, al amparo de sus contradicciones y ambigüedades.
El conflicto, aunque oficialmente negado, sigue ahí y no se ha resuelto con las tímidas expresiones de conservadurismo litúrgico promovidas en algunos de los aspectos de las celebraciones presididas por el Romano Pontífice. Aunque a veces se ha hablado de documentos en gestación y se han desatado rumores, dudas, inquietudes, comentarios… los resultados obtenidos hasta ahora no pueden ser más magros.
Si, por poner un ejemplo, desde Roma no se ha conseguido que la totalidad de las conferencias episcopales se apresuren a rectificar la mala traducción de las palabras de la Consagración de la Misa (“pro multis” - “ por muchos”), aspecto éste vital en la vida de la Iglesia, es de dudar que estemos ante algo más que una serie de gestos, más o menos concretos y a largo plazo, que se van plasmando en cambios escénicos en los actos programados desde la Curia Romana y por sus imitadores pero no en medidas efectivas y de consecuencias prácticas. Así, parece previsible que, por ejemplo, sigamos viendo al Papa distribuir la Sagrada Comunión en la boca y de rodillas al tiempo que el resto de los sacerdotes nos vemos obligados a hacerlo de acuerdo con la elección del fiel. Cuando no es el mismo Papa quien sigue dando la comunión en la mano si la ocasión lo requiere…
Además, todo induce a pensar que más que de una rectificación, lo que se trata es de consolidar la reforma posconciliar, llegando a una síntesis dialéctica equidistante del rito romano tradicional y de los que hoy son reconocidos como excesos. Dicho equilibrio nos devolvería a un Misal de Pablo VI químicamente puro, neutralizando al mismo tiempo tanto los abusos como la portentosa resistencia que ha permitido conservar en vigor el Misal Romano Tradicional.
Que ese es el objetivo final del proceso se deduce leyendo con atención las intervenciones de Ratzinger sobre la cuestión litúrgica anteriores y posteriores a su elevación al papado y lo destacó con toda claridad, el cardenal Koch, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, en una conferencia con el significativo título de “”:
“El motu proprio constituye sólo el comienzo de este nuevo movimiento litúrgico. Benedicto XVI, de hecho, sabe bien que, a largo plazo, no podemos quedarnos en una coexistencia entre la forma ordinaria y la forma extraordinaria del rito romano, sino que la Iglesia tendrá nuevamente necesidad en el futuro de un rito común.
Sin embargo, dado que una nueva reforma litúrgica no puede ser decidida en un escritorio, sino que requiere un proceso de crecimiento y de purificación, el Papa por el momento subraya sobre todo que las dos formas del uso del rito romano pueden y deben enriquecerse mutuamente”.
Nos queda por abordar aún una última cuestión, sistemáticamente ausente en los análisis que estamos glosando. Nos referimos a las Misas celebradas por los miembros de la Hermandad Sacerdotal San Pío X que atienden pastoralmente a numerosos fieles y que disponen de capillas propias en Madrid, Barcelona, Córdoba, Granada, Murcia, Oviedo, Palma de Mallorca, Santander, Valencia y Vitoria.
Este silencio es el resultado de las reales dificultades canónicas que experimenta dicha Hermandad y de un deseo, quizá bien intencionado pero desorientado, de marcar distancias para no incurrir en el desagrado de las instancias episcopales de quienes depende la aplicación efectiva del Motu Proprio SP y la concesión de lugares de culto. Pero dicho silencio, revela también un clamoroso fallo de estrategia porque las concesiones romanas son el resultado de la resistencia protagonizada en buena medida en el entorno de la Hermandad Sacerdotal San Pío X frente a la forma real en que se procedió a imponer la reforma litúrgica y a las consecuencias desastrosas que eso trajo para la vida de la Iglesia.
Conviene recordar que Pablo VI acudía a la propia fuerza de su autoridad para obligar al acatamiento de las novedades que se deseaba implantar: “La adopción del nuevo Ordo Missae no se deja para nada a la libre decisión de los sacerdotes o fieles […] El nuevo Ordo Missae ha sido promulgado para tomar el lugar del antiguo rito, después de una madura deliberación, para llevar a cabo las decisiones del Concilio” (24 de mayo de 1976). Ahora bien, éste y parecidos discursos carecen del valor jurídico necesario para abrogar la Bula Quo primum de San Pío V (1570) que concede a perpetuidad a los sacerdotes de rito romano la facultad de la celebrar la impropiamente llamada Misa tridentina.
Ahora bien, con anterioridad a 1988 siempre se negaron desde Roma a reconocer comunidades en las que se celebrara la Liturgia Tradicional. La propia historia de la Hermandad de San Pío X es el resultado de todas estas negativas pues, desde 1969, Roma nunca autorizó la celebración de la Misa Tradicional hasta 1984, y entonces en condiciones leoninas. Prohibición, por cierto, contra todo derecho, por puro abuso de poder pues ahora en el Motu Proprio SPel propio Benedicto XVI ha reconocido explícitamente “que no se ha abrogado nunca” el Misal Romano promulgado por Juan XXIII en 1962.
Creo que no se ha reflexionado seriamente sobre la gravedad de la situación ahora reconocida por primera vez; es decir, la existencia hasta 2007 de un vacío legal en una materia de importancia trascendental para la vida de la Iglesia como es la celebración de la Santa Misa. Cualquier valoración de la persona y obra de Monseñor Lefebvre no puede perder de vista que el nuevo Misal se impuso por métodos coactivos, sin regulación canónica y sin prestar ninguna atención a las voces de protesta que aquí y allá se alzaron. El Motu Proprio tantas veces citado lleva a cabo por primera vez dicha regulación, casi a los cuarenta años de la implantación del nuevo Ordo Missae, aunque en unos términos difícilmente aceptables (forma ordinaria y extraordinaria de un mismo rito) para quienes han sostenido durante estos años el combate por la preservación de la Liturgia previa a la reforma. Pero, una regulación que —en vista de la manera en que se han desarrollado los hechos— es razonable pensar que nunca se hubiera producido a no ser por la rectificación introducida en la atención prestada desde Roma a este asunto a partir de las ordenaciones episcopales de 1988.
No hacen falta muchas luces para reconocer que son unas circunstancias excepcionales las que explican la adopción de medidas no menos excepcionales como lo fue la “operación supervivencia” de la Tradición diseñada por Mons. Lefebvre.
Para completar el panorama, a todo lo dicho habría que añadir las peculiares circunstancias atravesadas en nuestra nación desde el Concilio hasta las fechas actuales así como lo muy digno pero escaso de la aportación española al combate por la Tradición sostenido desde entonces por numerosas instancias del catolicismo mundial.
Dejaremos tales reflexiones para otra ocasión, no sin concluir —a la luz de todo lo hasta aquí expuesto— que consideramos insuficiente cualquier análisis de la situación real que atraviesa la Misa Tradicional en España si se prescinde de los elementos aquí aducidos. Sobre todo, cuando no se reconoce la diferencia sustancial entre el rito tradicional y el reformado, así como las novedades introducidas por la ruptura litúrgica posconciliar. Tampoco se pueden silenciar las circunstancias históricas reales y las personas que han permitido que la Liturgia Tradicional acabe obteniendo un tímido reconocimiento de su derecho a la existencia sin haber quedado convertida en puro recuerdo de Arqueología Sacra.
Por último, queremos constatar que, si bien algunas medidas parciales pueden dar la apariencia de una reforma de la reforma, poco cabe esperar de todo aquello que no sea restaurar la Misa de siempre, en todas partes y para todos. Todo lo que se haga sin cuestionar los principios erróneos sobre los que se sustentaron las experiencias nacidas del Vaticano II será poco más que puro bonapartismo, término con el que se define en la historia de cualquier proceso revolucionario a la fase de institucionalización, momento que salva de perecer en medio de su propia inoperancia y del caos provocado a las conquistas logradas durante el período anterior.