Es de noche. Noche oscura. Cerrada. Con bastantes nubes. Sin Luna. Con pocas estrellas. Abajo suena el rumor del río. Arriba nada. Silencio. Ha dejado de sonar el cencerro de alguna vaca que ofrecía una melodía singular a la noche. Pasan los minutos. Cada vez hay más paz por dentro y por fuera del corazón que ora en la noche. Una noche que se suma a las tres anteriores. Quedan más noches por delante, pero ha llegado la hora. Así lo ha dispuesto la divina providencia. El alma está henchida. Se encuentra desbordada de luz, alegría y esperanza.
Es miércoles, 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y víspera de la Virgen de los Dolores. Un religioso hace los ejercicios espirituales del año. Busca el retiro de un monasterio en plena montaña. Ha llegado el domingo por la tarde. Estará hasta el lunes por la mañana. Tiene como guía de meditación el Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen. Va entrando en el Corazón de la Madre: la necesidad de esta devoción, las verdades fundamentales sobre la misma, la elección de dicha devoción,…
Todo ayuda a mirar de otro modo a la Virgen María que pone sus ojos en aquellos que acuden a su casa en peregrinación, en los monjes que mantienen el culto de la Patrona, en el fraile que dedica unos días a encontrarse a solas con su Hijo en unión a su Madre, en... La Virgen observa desde lo alto y ama. Ama mucho. Con amor de Madre. Como Madre de Dios y Madre nuestra. Es la fuente del amor que nos conduce hasta el mismo Amor.
Su santuario queda escondido y arropado a la vez por altas montañas que llegan a alcanzar los 2000 metros de altura. Desde allí arriba la vista es impresionante. El monasterio ni se ve. Hay que subir mucho. Esforzarse, pero merece la pena. Es como tocar el cielo. La vista nos acerca a la que pueden tener la Madre y el Hijo desde lo alto de la gloria del Padre. No hay nada más por arriba. Sólo el cielo. Y abajo los valles, los ríos, los montes, los ganados, las huertas, los pueblos y ciudades… y sus habitantes. Cientos. Miles. No se ven, pero allí están. Y la Madre no se olvida de ninguno. A todos los lleva en el corazón.
La mirada desde estas alturas da vida al corazón del que sube hasta estos elevados lugares para encontrarse en plena montaña con su Hijo, que es el Creador de este sorprendente espectáculo que brinda la naturaleza en todo su esplendor. Una vez que se llega no hay ganas de bajar. Se vive una paz mucho mayor que en el monasterio. El ascenso, de cerca de 1000 metros, ayuda a olvidar todo lo que podía quedar sin dejar de lado para entrar de lleno en los ejercicios espirituales. Sólo Dios y el alma. En silencio. En soledad. En intimidad.
De pronto, sin avisar, así son las criaturas, vuelve a sonar el cencerro de la vaca que, en medio de la noche, se hace presente sin ser vista. Eso hace regresar al monasterio. A la pequeña terraza de la habitación con vistas al mediodía que ahora es media noche. Y el alma retorna a la noche del miércoles. Esa noche que cuanto más oscurece en la montaña, más iluminada se vive en el corazón.
Ha terminado el día de la Cruz de Cristo, pero a la vez también de María. Meditar la obra maestra de San Luis María Grignion de Montfort ayuda en gran medida a unir a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, y a la Virgen María, que alienta a todo aquel que se adentra en su Corazón inmaculado. Es una mina preciosa que enriquece el alma de quien pide, quiere y hace todo desde María virgen. Ella está dispuesta a darnos todo. Sólo queda comenzar un camino de verdadera devoción.
Comienza el día de Nuestra Señora de los Dolores; contemplar a María en la Pasión y Muerte de su Hijo para crecer en la relación e intimidad con Ella. Meterse en esas escenas es llegar al Corazón de una Madre que sufre, calla y ofrece. Como tantas en este mundo, pero Ella de modo muy diferente, porque lo que tiene que soportar como Madre no puede contarlo nadie. Ver morir a su Hijo como el peor de los criminales o como un miserable esclavo después de ser ultrajado, condenado y torturado.
Entonces, en ese silencio singular, que sólo es roto por el zumbido del ganado que saborea la profunda calma de la noche, se suma alguien muy querido que no podía faltar en esta noche: San José. Es su día, el fraile en retiro, al ser miércoles, lo ha tenido muy presente a lo largo de la jornada. Ha rezado ante su imagen de la iglesia del monasterio, ha leído algo sobre él, ha dejado que le hable al corazón. Gracias a la luz recibida por la mañana no ha abandonado el monasterio en todo el día. Ha tenido el retiro dentro, sin subir al monte o bajar al río, para estar con su Hijo, con su Esposa y con él.
El fruto ha sido espectacular. La meditación de la mañana y también la de la tarde, han sido guiadas por el Carpintero de Nazaret. Ha trabajado en su taller. Bueno lleva tiempo en ello. Y según pasan los días de retiro más. Está muy cerca. Todo lo que lee lo aplica también a su persona. Sobre todo al final de la tarde, poco antes de ir a la adoración con los monjes. Se llena de ilusión porque lo que dice Grignion de Monfort sobre la Virgen lo vincula a San José para unirse a él en este miércoles de septiembre: “lo esencial de esta devoción consiste en el interior […] Pocos entrarán en el interior […] Sólo aquellos a quien el Espíritu revele este secreto y por sí mismo conduzca a ese estado al alma enteramente fiel”.
Vuelve entonces a la noche que vive asomado a la terraza de la habitación. La Exaltación de la Santa Cruz y la Virgen de los Dolores. ¿Y dónde queda San José? San José ya no vive cuando su Hijo muere en la Cruz, bajo la mirada rota en llanto, dolor y tormento de María, que sabía que una espada le atravesaría el Corazón. Ella lo puede soportar. Es Madre, resiste ante el parto de la nueva humanidad que nace de la Cruz de su Hijo. José no hubiera aguantado este momento. Es la explicación que encontramos a su ausencia en la Pasión y Muerte de Cristo.
Entonces, mientras la noche habla en su oscuridad, silencio y sosiego, surge una luz, una voz y un desconcierto que une de manera totalmente inesperada, gratamente sorprendente y muy iluminadora a Jesús a María y a José. O dicho de otra manera, se unen tres corazones: uno atravesado por una lanza, otro por una espada y otro por un ramo de azucenas. Ese mismo que recuerda San Juan de la Cruz en su Noche oscura cuando el alma queda totalmente en Dios, dejando el “cuidado sobre las azucenas olvidado”.
Es lo que hace el fraile descalzo que mira por última vez el esplendor de la noche. No quiere dejar de meterse en esta noche. Cierra la ventana, pero sin retirar la mirada de lo que centra su atención. Se sienta y pone por escrito lo que vive en su corazón en una noche a caballo entre dos días muy destacados, la Exaltación de la Santa Cruz y la Virgen de los Dolores. Estas dos fiestas quedan unidas por una noche que queda grabada para siempre en su más profundo centro: la noche de San José.