Como se acerca la Navidad y parece que nuestra sociedad ha hecho de estas fiestas una época de comercio de todo tipo de bienes, comidas y paquetes vacacionales,  no está de más empezar a pensar en términos de economía quiénes son los que hacen la competencia a la Iglesia.

No hace mucho escuchaba en una reunión el amargo lamento de  un cristiano que decía literalmente que la Iglesia no se ha preocupado suficientemente de hacer inteligible la fe porque nunca ha tenido competencia.

Se quejaba de las homilías que se estilan, tan abstractas y desconectadas de la realidad en muchos casos, así como de una catequesis que se ha preocupado excesivamente de dar contenidos teóricos,  sin dar apenas claves prácticas para vivir en cristiano.

Independientemente de lo acertado de la crítica, lo cierto es que es verdad que hace unas décadas la Iglesia no tenía competidores, y de alguna manera tenía el público asegurado. La sociedad española, como muchas otras sociedades tradicionalmente cristianas en Europa, era un lugar donde existía un tejido familiar, cultural y religioso que llevaba a todo el mundo a la práctica cristiana.

Todos eran bautizados, pasaban por la primera comunión y eran confirmados en edad temprana, considerándose entonces que sencillamente había que mantenerse en la nave de Pedro, mediante la práctica de los sacramentos y el mantenimiento de lo ya adquirido en edad temprana.

La gente de la generación de mis abuelos es así: fieles a lo que aprendieron en la casa y el colegio, cumplidores de lo que se les ha enseñado, y en general satisfechos con un cristianismo que, visto en retrospectiva, muchos nostálgicos quisieran hoy en día porque llenaba las iglesias.

Pero después de ellos llegó la competencia, y no sólo religiosa, sino filosófica y moral, haciendo de las sociedades modernas y postmodernas un inmenso supermercado de la vida donde la gente tiene para elegir hasta aburrirse.

Algo así como lo que pasó con la televisión, que de ser una cadena única ha pasado a convertirse en un sinfín de cadenas que nos llegan por satélite, por TDT, por cable o más recientemente por Internet.

Igual que las televisiones, se puede decir que la Iglesia ha perdido audiencia de tal manera que ha llegado al punto de verse amenazada su propia viabilidad, pues ya no es capaz de sostenerse, ya que está creciendo por debajo de la tasa de reemplazo necesaria para asegurar su futuro .

Menos mal que el futuro de la Iglesia lo asegura Dios, eso sí, aunque a este paso como se lamentaba Nuestro Señor “cuando venga el hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?”(Lc 18,8)

Para mi el problema no es que le vayan las cosas mal a la Iglesia, sino las dudas que genera acerca de su capacidad de adaptación a tiempo - aggiornamento en términos conciliares- ante el inmenso cambio de paradigma cultural que supone la postmodernidad y la era tecnológica.

Hoy en día los competidores de la Iglesia no son la filosofía de la muerte de Dios, el ateísmo o la increencia; eso son viejas batallas ya que se libraron en la modernidad, la posguerra y la revolución del 68.

Tampoco son  competidores los cristianos de otras denominaciones, pues esta misma parálisis e infecundidad de la que adolecemos es común entre todas las confesiones cristianas de línea ortodoxa en la fe y la moral (sobre las de línea heterodoxa mejor ni preguntar)

Hoy en día la Iglesia compite contra la postmodernidad, el eclecticismo, el relativismo y el consumismo.

La gente no deja de ir a Misa porque se haga atea, sino por ir al fútbol, ver una película en 3D, pasarse un rato conectado en Facebook con sus amigos, o irse de fin de semana a comprar en otra ciudad europea con Ryanair.

Lo que compite con Dios en los corazones de la gente son las miles de experiencias con las que la sociedad llena cada segundo de su tiempo, copando el espacio necesario para toda experiencia de Verdad.

Y desde los pulpitos dominicales insistimos en matar moscas a cañonazos, predicando con verdad pero sin persuasión, despreciando el uso de armas más simples y acordes con los tiempos.

Lo simple es ser capaces de competir en el terreno de la experiencia, demostrando al mundo que Cristo es más apasionante que nada ni nadie, y puede cambiar las vidas…pero la gente no espera encontrar en la iglesia una experiencia de nada, y por eso la iglesia es aburrida e irrelevante para la mayoría de nuestros congéneres y especialmente los jóvenes.

 San Pablo, sin vivir en la postmodernidad, sabía muy bien lo que hacía falta para convertir al mundo:

Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor 2,4-5)

Y yo me pregunto: ¿alguien practica hoy en día en la Iglesia la demostración del Espíritu y el poder de Dios en vez de sabios discursos y esmeradas homilías?

En la era de la hipercomunicación, en la que la capacidad de atención del joven se ha reducido a los 140 caracteres de Twiter, nos permitimos el lujo de soltar homilías de 30 minutos o catequesis episcopales como las de la JMJ que son fetén sobre el papel, pero difícilmente inteligibles para una juventud que no es capaz ni de ver un telediario entero.

En la era de las redes, donde la noticia es qué jersey se ha puesto tu mejor amiga esta mañana para ir de paseo, nos contentamos con una iglesia estructurada masivamente en celebraciones donde nadie se conoce y no se cuenta apenas ninguna anécdota de otras personas, sino se predica ideas, doctrina, ideas.

En la era de la interactividad, de las comunidades, los foros y los blogs personales, insistimos en un modelo de iglesia paralizante, donde la comunicación con los fieles tanto en la celebración, como en las oraciones, como en el diario vivir, es demasiado unidireccional y de todo menos interactiva.

 Y  las redes sociales, el entretenimiento, los centros comerciales y “la nube” son los lugares donde la gente está, donde se agrupan, se relacionan y también donde son educados. La gente de hoy en día vive en la red….pero la Iglesia no está en red; insiste en estar en la parroquia de enfrente esperando a que vengan a ella.

Y todo porque no está acostumbrada a tener competencia, y por eso tarda en poner los medios adecuados para estar en igualdad de condiciones con lo que el mundo tiene que ofrecer hoy en día.

Explicándolo mejor, si el micrófono hoy en día ya no sirve, y para comunicarse hace falta hablar a través de un Iphone, no entiendo por qué insistimos en medios, plataformas y formas de comunicación obsoletas, que van en demérito del mensaje de Verdad que como un tesoro albergamos pero no sabemos exportar afuera.

Soy consciente de que esto sonará abstracto e incluso a chino a aquellos que no están metidos dentro de esta vorágine cultural postmoderna en la que vivimos. Para ellos la sociedad no ha cambiado tanto, las cosas aparentemente siguen igual que hace unos años.

Ellos siguen leyendo el periódico, viendo la cadena de televisión de toda la vida, oyendo las mismas homilías que siempre, y su mundo es tan real como el de los jóvenes de hoy en día…pero ellos no son el futuro, son el fruto de otro modelo, de otro paradigma.

Dicen los economistas liberales que la competencia es sabia, porque ordena los mercados, racionaliza los precios y trae mejoras en los productos, incentivando tanto el desarrollo, como la innovación y la excelencia.

El producto de la Iglesia no se puede mejorar, pues es inmejorable…Cristo mismo es el culmen de toda aspiración humana, y es Camino, Verdad y Vida.

Ahora bien…si el producto es tan bueno, más nos vale comenzar a plantearnos de qué manera podemos competir con él en un mundo donde si algo no está en Internet no existe

Y por si a alguno todo esto le suena a demasiado moderno, acabo con las palabras de San Pablo que no se compró un smartphone para hablar con los griegos en el ateneo porque entonces se estilaban otras cosas, no por falta de ganas…

Por lo cual,  siendo libre de todos,  me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número. Me he hecho a los judíos como judío,  para ganar a los judíos;  a los que están sujetos a la ley  (aunque yo no esté sujeto a la ley)  como sujeto a la ley,  para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley,  como si yo estuviera sin ley  (no estando yo sin ley de Dios,  sino bajo la ley de Cristo),  para ganar a los que están sin ley.

Me he hecho débil a los débiles,  para ganar a los débiles;  a todos me he hecho de todo,  para que de todos modos salve a algunos.

 Y esto hago por causa del evangelio,  para hacerme copartícipe de él.” (1Cor 9, 19-23)