Me propongo realizar en adelante una serie de artículos sobre los ángeles, serie que inicio con éste referido a todo aquello que concierne a su creación y su número dentro del Antiguo Testamento.
Pues bien, los ángeles (del griego angelos (ἄγγελος)=mensajero, raíz etimológica que da también "evangelio", de eu (εὐ)=buen y angelion (αγγέλιον)=mensaje, el buen mensaje, la buena nueva), también llamados en el Antiguo Testamento malak (hebreo que significa delegado, embajador), o beney Elohim (“Hijos de Dios”, cfr. Gn. 6, 1-2; Job. 1, 6), son, en el entorno judeo-cristiano, seres espirituales, sin cuerpo pues, aunque a veces se manifiesten bajo formas visibles; que no están sometidos a las leyes de la corrupción; y que no se relacionan sexualmente ni se multiplican.
El concepto semítico de ángel bien podría estar emparentado con el de los sukalli, suerte de espíritus mensajeros de la deidad babilónica, o con el de los amesha spentas que cita el Avesta, libro sagrado del mazdeísmo persa, religiones ambas, la babilónica y la persa, con las que en un momento u otro entraron en contacto los israelitas.
El primer problema que plantea la teoría de los ángeles es el de su creación. Y es que cuando el primero de los libros del Antiguo Testamento, el Génesis, relata cómo Dios crea el mundo, no los menciona entre sus creaturas. Y sin embargo, bien pronto aparecen en el mismo libro, ya que “habiendo expulsado al hombre [por causa de su desobediencia al comer el fruto del árbol prohibido] puso [Dios] delante del jardín del Edén querubines [del hebreo kerubim=los próximos, derivado, a su vez, del asirio karibú] para guardar el camino del árbol de la vida” (Gn. 3, 24). A estos querubines de tan temprana mención en los textos del Antiguo Testamento, vuelve a referirse éste cuando nos los presenta custodiando el Arca de la Alianza (Ex. 25, 18).
Precisamente un terrible pecado en el que participan hombres y ángeles, denominados aquí “los hijos de Dios”, muy poco conocido, por cierto, y emplazado al inicio del Génesis justo delante del episodio del Diluvio universal, es el que da lugar al terrible castigo por el que Dios pone límite a los días del hombre en ciento veinte años (los patriarcas antediluvianos, anteriores también al pecado del que hablamos, vivían hasta un milenio circa, caso de Matusalén v.gr.).
“Cuando la humanidad comenzó a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres les venían bien, y tomaron por mujeres a las que preferían de entre todas ellas. Entonces dijo Yahvé: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días sean ciento veinte años.» Los nefilim existían en la tierra por aquel entonces (y también después), cuando los hijos de Dios se unían a las hijas de los hombres y ellas les daban hijos: éstos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos” (Gn. 6, 1-4)
Relatos todos los cuales de los que sólo cabe extraer una de dos conclusiones: o los ángeles no han sido creados sino que existen desde toda la eternidad; o, de haber sido creados, lo fueron antes que el mundo.
La realidad es que aunque el Génesis orille la cuestión, de otros textos veterotestamentarios sí se puede concluir que los ángeles fueron creados. Un Salmo al menos, así lo corrobora:
“¡Alabadle, ángeles suyos todos, todas sus huestes, alabadle! [...] Alaben todos el nombre de Yahveh, pues él ordenó y fueron creados” (Sl. 148, 2-5).
El IV Concilio de Letrán (1215), undécimo de los ecuménicos, en su decreto Firmitery en la misma línea que luego seguirá el Concilio Vaticano I en su decreto Dei Filius, se pronuncia claramente sobre la cuestión:
“[Dios] creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, compuesta de espíritu y de cuerpo”.
La otra gran cuestión que se suscita en el Antiguo Testamento es el del número de ángeles. Pues bien, el Antiguo Testamento los cuantifica en “millares de miríadas” (Sl. 68, 18); el profeta Daniel, no menos entusiasta, habla de “miríadas de miríadas” (Dn. 7, 10). La misma denominación de Dios como Yahveh Sebaot ("el Dios de las huestes"), tan frecuente en el Antiguo Testamento, no hace referencia sino a su condición de jefe de los innumerables ejércitos angelares.
Aunque trataremos el tema en un artículo expresamente dedicado al Nuevo Testamento, podemos anticipar aquí que dentro de él, persiste la idea de las grandes poblaciones angélicas. Así, Mateo, que escribe el que podríamos denominar "el evangelio de los ángeles", - recuérdese por ejemplo, el papel del ángel en toda la infancia de Jesús, las apariciones a San José... no por casualidad se representa a Mateo como un ángel-, es el propio Jesús el que nos da una pista sobre su número cuando, en el momento de ser prendido, reprende a Pedro por intentar defenderle a espada al son de estas palabras:
“¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?” (Mt. 26, 53)
No menos explícito se muestra Juan en su Apocalipsis, cuando explicando una de sus visiones nos dice:
“Y en la visión oí la voz de una multitud de ángeles alrededor del trono, de los Vivientes y de los Ancianos. Su número era miriadas de miriadas y millares de millares” (Ap. 5, 11).
©L.A.
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