Amigo lector. Últimamente pienso mucho en la pequeñez humana, la suya, la mía, la de cuantos me rodean. Miro, observo, reflexiono y saco mis propias (y limitadas) conclusiones. No cabe duda, nos creemos importantes y casi todopoderosos al pensar -a veces- que podemos controlar todos los factores que condicionan nuestras vidas. Unos más que otros, eso sí. Que los hay que van por la vida con una seguridad en sí mismos que a mí, lo confieso, me pasma. Ajenos por completo a la vulnerabilidad del hombre, a su extrema pequeñez y debilidad, a su nadería. Hacen planes sin parar, hipotecan sus vidas (y a veces sus almas) sin pensar que nuestros días en la tierra son finitos, sin tener en cuenta que de pronto la vida aparece, da un zarpazo o un zapatazo (esto último es menos grave) y lo trastoca todo, riéndose a carcajadas de nuestros proyectos. A veces me parece que se nos olvida que sólo somos hombres. Lo cierto es que en esas ocasiones, resultamos hasta ridículos. Menos mal que Dios Padre nos mira siempre con infinita ternura.
Me gusta contemplar la noche, cuando el cielo está despejado y se distinguen bien las estrellas. No es raro que consiga perderme en ellas, y alejarme con el pensamiento. Me adentro en esa inmensidad que me parece infinita, una estrella y otra y otra más allá y así hasta… Hablan los astrónomos de los límites de nuestra galaxia, de nuestro universo, y mi mente no es capaz de procesar esa enorme información. Sólo sé que cuando uno toma conciencia de lo que nos rodea (si eso es humanamente posible), las cosas se recolocan, se ponen en su sitio. ¡Qué pequeñez la mía en la inmensidad del universo! No soy nada. Menos que una minúscula mota de polvo.
¿No soy nada? ¿De verdad no soy nada? Vamos a ver. Eso no es del todo cierto. Porque sé que no sólo estoy hecho de materia. También cuento con una preciosa -al menos eso espero- alma. Soy un ser espiritual encerrado, temporalmente, en un cuerpo material. Y eso ya son palabras mayores, la cosa cambia. ¿O no, amigo lector? Es mi alma la que me permite reconocer mi naturaleza espiritual, la que es capaz de trascender cualquier cosa que me suceda, la que me “informa” de la existencia de un Ser Creador, ajeno a mí pero que en mí vive. Él, ahora sí, Todopoderoso y Omnipresente. Y lo que es mejor aún, todo Amor. Pero eso, aun siendo bueno, no es lo mejor. Resulta que hace algo más de dos mil años, nació en una pequeña aldea de Judá un hombre increíble de nombre Jesús. Y no sólo se presentó como Hijo de Dios (¡nada menos!) sino que nos comunicó que nosotros, los hombres, también lo éramos. ¡Sólo vino a eso! A traernos esa buena noticia (siempre tan faltos de ellas los humanos) y la promesa de que algún día nos reuniríamos con el Padre, si seguíamos su Ejemplo de Amor redentor. ¡Pero qué maravillosa noticia, eso lo cambia todo!
La verdad es que sabiendo eso, no se siente uno tan pequeño, ni tan solo. Y visto así, todo adquiere sentido y la existencia se torna más esperanzadora (aún en las peores circunstancias), sabiendo que existe un Más Allá, y la promesa de un Cielo, un Reino de Amor. Pequeño, sí, incluso minúsculo. Pero, definitivamente, mucho más que nada: ¡porque soy hijo de Dios!