Los datos de nupcialidad de Cataluña son claros y contundentes. Prácticamente el número de bodas civiles es cuatro veces el de bodas religiosas. Aunque no tenemos datos de otras regiones españolas, posiblemente la diferencia no será tan alta e incluso en muchas comunidades seguirán siendo más las bodas por la Iglesia que por el Juzgado. No en vano, Cataluña es la zona de España más secularizada.
Pero, ¿este es un mal dato para la Iglesia? Desde hace mucho tiempo venimos pidiendo honestidad y coherencia a la hora de acudir a la celebración de los sacramentos, sobre todo de aquellos que han tenido a su favor un fuerte componente social. Aunque hay una preparación al matrimonio con cursillos mejor o peor dados –por cierto, en el Juzgado no se prepara a nadie-, sabemos que esa preparación es insuficiente en la mayoría de los casos cuando no hay una participación habitual en la vida cristiana. Desde hace tiempo, repito, hemos pedido que la gente no se case por la Iglesia porque sí, por tradición, por llevar un bonito vestido blanco, por hacer una hermosa fiesta o porque el lugar de la ceremonia es mucho más digno. Pues bien, al menos en Cataluña parece que lo hemos conseguido. Por lo tanto, en una primera lectura del dato, este no tendría que ser necesariamente malo, sino que habría que concluir que la Iglesia en Cataluña ha logrado purificar las intenciones de los que acuden a solicitar el matrimonio y ha filtrado sólo a aquellos que quieren casarse por la Iglesia porque de verdad son creyentes en Jesucristo y desean llevar una vida matrimonial de acuerdo con su fe.
¿Esto es así? E incluso si fuera así, ¿sería totalmente bueno? Dudo que el motivo por el que ha caído tan radicalmente la tasa de bodas religiosas sea por una mayor coherencia entre los contrayentes. Me da la impresión de que la causa es otra: la secularización creciente de la sociedad catalana, que hace que la mayoría de los jóvenes (cuatro a uno, por lo menos) ya ni se planteen unir sus vidas delante de un altar. Podría parecer lo mismo, pero no lo es. En el caso de la coherencia hay, al menos, planteamiento. En el caso del secularismo, ya no hay ni eso. Simplemente, la opción por la Iglesia no se tiene en cuenta porque la religión en sí misma no tiene ya nada que ver con la propia vida. O, dicho de otro modo, no creo que sean las exigencias de los curas lo que aleja a los futuros esposos de la Iglesia, sino el hecho mismo de que la religión ya no les interesa para nada. Y eso no puede ser de ningún modo una buena noticia.
Pero es que, además, no veo del todo claro que sea malo el que la gente se case por la Iglesia aunque no tenga toda la coherencia deseable. Por supuesto que lo mejor, y lo que tenemos que intentar por todos los medios, es que las bodas –como los bautizos, las comuniones y los funerales- sean hechos con la mejor preparación y asumiendo todos los requisitos necesarios para formar una familia católica. Por supuesto que lo ideal debe seguir siendo buscado y estimulado con todas nuestras fuerzas. Pero, al menos para mí, el sacramento tiene un valor por sí mismo y cuando una pareja, aunque sea por tradición y por lo del vestido blanco y porque una iglesia es muchísimo más hermosa que una sala de un juzgado, se acerca a una parroquia a pedir información para una boda, ya es una buena noticia. La tentación del purismo, de los cátaros, siempre ha estado presente en la Iglesia católica y se ha reavivado en el posconcilio. A mí me gustaría que todas las bodas fueran perfectas y todos los novios estuvieran bien preparados y supieran bien lo que hacen; me gustaría que antes y sobre todo después se convirtieran en católicos practicantes y que llevaran una vida familiar ejemplar. Pero, si este ideal no se consigue, no voy a cerrar las puertas a quien me pide casarse por la Iglesia, con tal de que cumpla unos mínimos de fe y que sus condiciones hagan posible el matrimonio. Y considero una mala noticia que cada vez menos gente reciba este sacramento, aunque me temo que lo peor no es que digan “sí, quiero” ante un concejal, sino que se van a vivir juntos y ya no lo dicen ante nadie y quizá ni siquiera se lo dicen a su pareja, sobre todo cuando ese “sí” es para toda la vida.
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