Tomás de Kempis
En el anterior post indicábamos que la nueva evangelización exigía una actitud contemplativa, también para los laicos. A su vez, no hay contemplación sin oración –vida íntima con el Señor- y sin renuncia de uno mismo. Es buena ocasión para ahondar en esta última característica espiritual.
Es posible que renunciar a uno mismo sea lo más difícil en la vida espiritual. Es resultado de un largo proceso de y de la voluntad humana; difícil, dificilísimo, puesto que tocamos la condición orgullosa del hombre. Benedicto XVI, en el discurso pronunciado en el Congreso sobre la nueva evangelización, nos recordaba que “Jesús no redimió al mundo con palabras bellas o medios vistosos, sino con el sufrimiento o la muerte. La ley del grano de trigo que muere en la tierra es válida también hoy; no podemos dar vida a los demás, sin dar nuestra vida.”
Una nueva evangelización nos obligará a descubrir en nuestras vidas a Jesús abandonado en no basta con reconocerlo o descubrirlo, sino que debemos identificarnos con Él en trata de descubrir con estremecimiento de Cristo en nuestras vidas, vivir su absoluta desolación interior en el madero –en la justa medida en que Él lo desee de nosotros-, vivir que esa es la única manera de presentarnos ante Él. Sólo disolviendo nuestro yo podemos vivir de Cristo en nuestras pobres vidas, hinchadas por el aire del orgullo.
En Isaías 2, 1718 se lee:
“Será doblegado el orgullo del mortal,
será humillada la arrogancia humana;
sólo el Señor será exaltado en aquel
día,
y los ídolos desaparecerán.”
El texto de Isaías es muy interesante porque en él encontramos que, en tanto es doblegado el orgullo y la arrogancia, el Señor será exaltado. La única exaltación posible es la del Señor, no la de nuestro orgullo personal. Pero lo más interesante es el final. Cuando Dios sea enaltecido y el orgullo humano haya desaparecido, “los ídolos desaparecerán”. ¿Qué mayor ídolo que nuestro yo? la victoria de Dios es la derrota de nuestro yo que puja constantemente por sobresalir. La idolatría del yo es posiblemente el mayor obstáculo que interponemos para que Dios sea exaltado en nosotros.
Tarea imposible para nosotros, miserables pecadores, si no fuera porque Nuestro Señor se humilló a sí mismo (humiliavit semetipsum) para vencer… nuestro orgullo y vanidad. Un Dios que se humilla para que nosotros, con su ayuda, podamos despojarnos de nuestro dios más querido, nuestro yo. El Señor no nos humilla, ni nos recuerda nuestro abismo de iniquidad que es la vida de cada uno; el Señor se humilla a sí mismo en para ofrecernos su vida y salvarnos de la nuestra, tan mezquina pero tan querida por nosotros.
Nada más terrible que identificarla con los sufrimientos diarios. Pero es mucho más que nuestras frustraciones o desengaños; es Cristo mismo abandonado, presente en nuestros quehaceres ofreciéndonos su vida para que nosotros perdamos la nuestra. Con la pequeñez que nos caracteriza, creemos que lo que nos propone el Señor es una pérdida; agarrándonos a nuestro inflado ego como se agarra un pequeñuelo a las faldas de su madre, intuimos el frío abismal de de nuestro despojamiento interno, quizá también externo.
Pero Dios se despojó de todo para que nosotros hiciéramos lo mismo. Tenemos a Cristo a nuestro lado acompañándonos. La humillación de Cristo por nosotros en hace de Él un nuevo Adán y, por tanto, constituye una nueva humanidad. La humildad de Cristo es también ya mía. Podré ser humilde porque Otro por mí ya lo ha sido y lo sigue siendo en su vida gloriosa en el Cielo.
Benedicto XVI vincula la vida de oración y la renuncia de uno mismo a la nueva evangelización en los países evangelizados hace siglos. Podría pensarse que la contemplación es sólo para iniciados, monjes o clérigos con esa vocación. Nada más erróneo. La oración y el proceso continuo de ascesis que supone crucificarse con Cristo son condiciones indispensables para la nueva evangelización que propone actualmente
No nos engañemos, sin embargo. Estas dos condiciones son minoritarias en el Pueblo de Dios que peregrina en Europa y particularmente en España. De lo contrario, claro está, no necesitaría nuestro continente una nueva evangelización. Se diría, pues, que nos movemos en una paradoja: para que haya una fructífera evangelización se necesitan condiciones que, si se dieran, no haría falta aquella evangelización.
Es sabido que Benedicto XVI en varios textos ha propugnado la existencia de minorías creativas, profundamente evangélicas y eclesiales. Me atrevo a sospechar que la nueva evangelización no tiene tanto que ver con planes pastorales masivamente seguidos por todos los fieles, cuanto en la revitalización o constitución de grupos de laicos y clérigos contemplativos. Numéricamente minoritarios, cierto, pero que sean transmisores de en y en el mundo.