Cuenta Benedicto XVI1 que el lugar que ocupa el Campo santo teutónico, el cementerio alemán de Roma, perteneció en otro tiempo al circo de Nerón, que se adentraba mucho en lo que hoy es la plaza de San Pedro. Aproximadamente hacia el año 800, los francos, por aquel entonces la potencia hegemónica de Occidente, fundaron aquí un cementerio en el que daban sepultura a sus peregrinos que fallecían en Roma; más tarde pasó a ser el cementerio de los alemanes en esta ciudad. No es difícil adivinar lo que los francos habían pensado al fundar este campo santo: la tumba de Pedro no era una tumba cualquiera; era el testimonio del poder más fuerte de Jesucristo, que llega más allá de la muerte. Así, sobre la muerte se yergue aquí el signo de la esperanza: quien se hace enterrar en este lugar se aferra a la esperanza, a la victoriosa fe de Pedro y de los mártires. La tumba de Pedro habla, como toda tumba, del carácter inevitable de la muerte, pero ante todo habla de la resurrección. Nos dice que Dios es más fuerte que la muerte y que quien muere en Cristo muere para la vida. Querían dormirse cerca de Pedro, cerca de los mártires, para estar en buena compañía en la muerte y resurrección. Se trataba de asociarse a los santos y de asociarse así al poder salvador de Jesucristo mismo. La comunión de los santos abarca la vida y la muerte: a ella nos aferramos precisamente al morir, para no caer en el vacío; para ser elevados por ellos hasta la verdadera vida; para, por decirlo así, en su compañía, no comparecer solos ante el juez y, gracias a su presencia junto a nosotros, poder resistir en la hora del juicio.
El Padre Aldama afirma que la liturgia de hoy nos recuerda la venida futura del Señor. Parece a primera vista que se trata de un pasaje en el que se acumulan todas las desgracias y todas las tribulaciones: el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán (Mc 13, 24-25). Parece que se trata de una gran desgracia, pero no es eso; es que todo se desmorona y todo pasa, cuando viene definitivamente el Señor2.
El centro de este pasaje no son esas desgracias, el centro es la venida triunfante de Jesús. Cuando llegue el momento fijado en los decretos divinos, Cristo volverá a mostrarse fulgurante como un relámpago de un extremo a otro del mundo (Lc 17,24) y se impondrá a toda criatura con gran poder y gloria (Lc 21,27). Entonces todo lo redimido por Él se precipitará hacia Él, con el ímpetu con el que los buitres caen sobre la presa (Lc 17,37). Entonces reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos de la humanidad y con ellos poblará los grandes espacios que van de la tierra al cielo (Mc 13,27; Mt 24,31). En estas descripciones, evidentemente simbólicas, se canta el triunfo final de Cristo, esa gran recapitulación de todas las cosas en Él.
Se trata de las dos venidas del Señor: una primera venida en Belén, sin que nadie se dé cuenta; una venida oculta e inadvertida. Y una segunda venida del Señor, la que se nos narra hoy en el Evangelio, al final de los tiempos, cuando todo el mundo se dará perfectamente cuenta de que acaba la historia y triunfa para siempre Jesús. Entre las dos venidas del Señor está toda la historia cristiana, toda la historia de la Iglesia, todo el bien de nuestras almas.
En la primera venida, Cristo vino para hacerse nuestro en el tiempo; en la segunda para hacerse nuestro en la eternidad. En la primera nos trajo su gracia, una gracia que es semilla de obras buenas, semilla de santidad; en la segunda nos juzga sobre el uso que hemos hecho de esa gracia del Señor. Por eso nada de miedo: el Señor es nuestra seguridad, es nuestro refugio.
Por eso nosotros, ponemos nuestros ojos en los mártires, auténticos testigos. Porque Cristo el Señor nos hace danos cuenta de la importancia que tiene esta victoria sobre lo temporal, sobre lo material, sobre nuestro propio egoísmo, sobre nuestros pecados, para vencer y alcanzar la victoria definitiva, cuando seamos convocados de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte, para que el Señor lo llene todo.
Nuestro siglo ha llegado a ser, como en los comienzos de la Iglesia, un tiempo de multitudes enteras de mártires, es decir, de testigos que sellan con su propia sangre su pertenencia a Cristo. ¡Esta es la verdad sobre Europa! En la historia el siglo XX es, tal vez, el que se caracteriza por las más grandes negaciones del cristianismo, pero también se distingue por el extraordinario ejército de confesores y mártires que han sembrado la semilla de una nueva vida en Europa y en el mundo, según el antiguo principio: sanguis martyrum, semen christianorum3. La sangre que se derrama por Cristo es semilla para nuevos cristianos.
En la segunda lectura se nos recordaba que el sacrificio de Jesús en la cruz fue un sacrificio perfecto por el que nos alcanzó la redención, el perdón de nuestros pecados, y abrió para todos los hombres las puertas de la salvación… Como nos recuerda el salmo responsorial: tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré… Y repetir como hacían nuestros mártires: El Corazón de Jesús nos conceda la gracia de serle fieles hasta morir.
No hay otra manera de concebir la vida humana. Vamos al encuentro de Jesús: la historia entera va al encuentro del Señor, nosotros todos vamos al encuentro de Jesús en la peregrinación terrena; vamos andando, caminando, muchas veces fatigosamente, pero vamos atraídos por Él.
Esta es nuestra seguridad: saber que el Señor nos salva, nos protege, suprime toda angustia ante la tribulación, porque nos convoca no solo a una reunión, sino para darnos la vida eterna. En el Evangelio escuchamos cómo se nos dice que Jesús está a la puerta para llamarnos, de forma atractiva, a que le sigamos.
Este pobre gritó y el Señor lo escuchó es el lema para la II Jornada Mundial de los pobres que se celebra hoy, 18 de noviembre. Una jornada en la que Papa nos invita “a los hermanos obispos, a los sacerdotes y en particular a los diáconos, a quienes se les impuso las manos para el servicio de los pobres (cf. Hch 6, 1-7), junto con las personas consagradas y con tantos laicos y laicas que en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos hacen tangible la respuesta de la Iglesia al grito de los pobres, a que vivan esta Jornada Mundial como un momento privilegiado de nueva evangelización. Los pobres nos evangelizan, ayudándonos a descubrir cada día la belleza del Evangelio. No echemos en saco roto esta oportunidad de gracia. Sintámonos todos, en este día, deudores con ellos, para que tendiendo recíprocamente las manos, uno hacia otro, se realice el encuentro salvífico que sostiene la fe, hace activa la caridad y permite que la esperanza prosiga segura en el camino hacia el Señor que viene”.
Cuando nosotros vivimos en Cristo, todo lo hacemos por Él. Cuando nosotros, como María, nos entregamos en fidelidad, los criterios son los de este evangelio: hacer siempre la voluntad de Dios, como Cristo nos enseña.
PINCELADA MARTIRIAL
Lo escribe José Luis Gutiérrez García de forma magistral en Unidas hasta la muerte (Madrid, 1998):
Siete mujeres, monjas contemplativas, salesas, del primer monasterio de la Orden de la Visitación en Madrid, que fueron asesinadas por el odio a la fe católica en aquel ominoso noviembre de 1936. Seis murieron el día 18. La séptima el día 23. Todas unidas en comunidad, perseguida, martirial, ejemplarmente mantenida. Era superiora del grupo la madre M. Gabriela de Hinojosa. Lo componían M. Teresa Cavestany, M. Josefa Barrera, M. Cecilia Cendoya, M. Ángela Olaizola, M. Engracia Lecuona y M. Inés Zudaire. Hoy están las siete en el catálogo bienaventurado del martirologio de la Iglesia en la persecución religiosa en la España de los años treinta.
Dos eran andaluzas, una gallega, otra navarra, y tres vascas. Procedían todas de familias numerosas, hondamente cristianas. Algunas de ambiente urbano y otras del sector agrícola‑ganadero. Pluralidad geográfica, familiar y socioeconómica que se reducía a ejemplar unidad de espíritu en la orden contemplativa de la Visitación.
Ya en 1931, cuando se produjo la oleada, no impedida, de los incendios de iglesias en Madrid, la comunidad de las salesas de la calle de Santa Engracia tuvo que marchar a la seguridad acogedora de Oronoz, en Navarra, donde permanecieron hasta marzo de 1932. Regresaron a Madrid. Y de nuevo, en julio de 1936, tras el trágico primer semestre, que preludiaba la posterior guerra civil, tuvieron que volver a Oronoz, quedando como retén de vigilancia en Madrid el grupo de las siete, que se verían coronadas con la aureola del martirio.
El convento fue asaltado, saqueado y ocupado por las milicias anarquistas el 18 de julio. Las siete salesas se habían refugiado días antes en el semisótano de una casa cercana, que habían alquilado en la calle González Longoria. Allí fundaron una especie de reducido monasterio transitorio, que había de convertirse para ellas durante tres meses en antesala de la gloria.
Fueron visitadas y sufrieron registros en cuatro ocasiones. Dos sirvientas, que vivían en sendos pisos del edificio, las habían denunciado. La primera inspección la hizo la policía y fue correcta y previsora. Pero luego sobrevinieron los registros de los milicianos, quienes las robaron, maltrataron y amenazaron.
Vieron venir la muerte y, sin embargo, permanecieron en su refugio. Los porteros de la casa, un matrimonio manchego, se portaron con las salesas de manera ejemplar, incluso heroica. Les aconsejaron que buscaran lugar para salvarse. Agradecieron el consejo, pero no lo aceptaron.
En cuatro ocasiones dispusieron de posibilidades para dispersarse y acogerse a domicilios más seguros. Se mantuvieron en su refugio conocido de los perseguidores y permanecieron unidas en comunidad. «Hemos prometido ante Jesús las siete reunidas de no separarnos» Palabras textuales.
En el mes de noviembre, el de las grandes matanzas colectivas en Madrid, supieron con certeza que había llegado para ellas la hora de las tinieblas y de la gloria. El odio había cerrado el círculo de la persecución. La noche del 17 al 18 la pasaron en oración. Horas de Getsemaní previo al Calvario. Pasaron el día esperando.
Y dejaron el documento verbal, confirmado por quienes lo oyeron, de su común disposición última. «Estamos muy tranquilas en manos de Dios, seguras de él. Hará de nosotras lo que más nos convenga».
A las siete de la tarde ‑era ya de noche‑ vinieron los milicianos, que preferían los asesinatos impunes por las calles de Madrid a los parapetos de la Casa de Campo y de la Ciudad Universitaria. A las 8 las víctimas, mujeres indefensas, sin delito ni causa, ni proceso, caían fusiladas a quemarropa en la confluencia ‑extremo Norte del Madrid de entonces‑ de la calle López de Hoyos esquina a Velázquez.
Murieron seis. Sobrevivió Cecilia, la cual huyó, fue detenida por dos policías y pudo acogerse al seguro de una familia, que los policías le ofrecieron. No lo aceptó. Se declaró una vez más monja salesa. Pasó dos días en uno de aquellos ergástulos improvisados por los milicianos del odio a lo divino, la sacaron los asesinos al tercer día de la cárcel de Porlier y fue asesinada el día 23 junto a las tapias del cementerio de Vallecas.
La había perseguido el mismo odio del día 18, día en que precisamente las monjas salesas comienzan un retiro de 3 días, preparatorio al día 21, en que renuevan por devoción sus votos solemnes. Ellas los renovaron sabiendo que su Esposo, el Señor, estaba ya a la puerta y las llamaba. Y acudieron a la última llamada. Quienes las martirizaron les proporcionaron el triunfo.
Sus asesinos han quedado soterrados en el anonimato ominoso que el odio merece. Ellas, en cambio, recibieron la gloria eterna, con las dos aureolas, la de la virginidad y la del martirio, aquella tarde avanzada del día 18 y aquella noche del 23 de noviembre de 1936. Y subieron años más tarde a la gloria de la Iglesia visible en el día de su beatificación en la plaza de San Pedro: 10 de mayo de 1998.
1 Joseph RATZINGER, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, página 96 (Madrid, 1997).
2 José Antonio ALDAMA, Homilías, Ciclo B, páginas 348ss. (Granada, 1993).
3 Vicente CÁRCEL ORTÍ, La Gran Persecución, España 1931-1939 (Barcelona, 2000).