Monseñor Tobin, secretario de la Congregación para la Vida Consagrada, ha dicho en voz alta esta semana lo que se lleva diciendo, a gritos pero no oficialmente, desde hace muchos años: que la vida religiosa se ha convertido, en buena medida, en una “Iglesia paralela”. Es decir, que frailes y monjas hacen lo que quieren, al margen de lo que les pida el Papa y enseñen los obispos. Evidentemente esto no es universal. Hay gracias a Dios, muchos religiosos y religiosas que son fieles a la Iglesia y no pocos de ellos están sufriendo en el interior de sus Congregaciones un tipo de persecución no sangrienta pero sí molesta, que en el ámbito laboral se llamaría simplemente acoso o “mobbing”.

Todo esto sucede porque los religiosos tienen lo que se conoce como “exención” eclesiástica, que es fundamental para su funcionamiento pero que está siendo utilizada para lo contrario para lo que les fue concedida. La exención les permite tener una total independencia con respecto a los obispos diocesanos, a la hora por ejemplo de nombrar superiores de las comunidades y también a la hora de nombrar párrocos en aquellas parroquias que les fueron concedidas para su administración pastoral. Pero esa independencia se aplica por desgracia para otras cosas: para no ser fieles al Magisterio, para nombrar formadores en noviciados y teologados que no enseñan la doctrina de la Iglesia o para permitir que algunos de sus miembros disientan públicamente de dicha doctrina creando grave escándalo y desorientación en no pocos católicos. Rara es la semana que en una parte u otra del mundo no surge alguna noticia de este tipo; la última, la de un jesuita en Colombia que se ha manifestado a favor del aborto. Pero esta es sólo una de tantas, sobre este tema y sobre otros. Cuando los obispos protestan, la denuncia llega a las Curias Provinciales y Generales y en la mayoría de los casos no sucede nada: el que hace el mal lo sigue haciendo, el colegio donde no se enseña la doctrina católica la sigue mal enseñando e incluso donde hay corrupción ésta sigue existiendo.

Ciertamente, ni todos los religiosos son así –gracias a Dios, son muchos los que caminan por la vía de la santidad y son fieles a la Iglesia-, ni sólo existen estos problemas entre los religiosos. Pero es en la vida consagrada donde se acumulan la mayor parte de los escándalos. Ante esto, hay que preguntarse qué hay que hacer. No cabe duda de que la línea de actuación dependerá de la responsabilidad que cada uno tenga ante el problema. En el Vaticano no pueden seguir limitándose a expresar su malestar y disconformidad –cuando lo hacen, como en este caso monseñor Tobin-, sino que tienen que actuar con la máxima diligencia y firmeza. Los obispos, aunque sus posibilidades de actuación son mucho menores, tampoco pueden ignorar lo que pasa en los colegios y en las parroquias confiadas a religiosos. Los superiores de los mismos deben tomar enérgicas medidas y abrir expedientes disciplinarios no sólo a los que cometen delitos de pederastia sino también a los que practican otro tipo de corrupción de menores como es la enseñanza de una doctrina que no es católica en centros oficialmente católicos; si algún día los padres cuyos hijos han perdido la fe por estas enseñanzas pusieran denuncias civiles, no habría dinero suficiente para pagar a los afectados.

¿Y el resto qué podemos hacer? Creo que todos tenemos un deber muy importante que cumplir: el de la oración. Cuando un escándalo más o menos públicos nos conmueve o incluso nos afecta –un teólogo que sale en televisión diciendo cosas contrarias a las que la Iglesia enseña, la noticia de que unos sacerdotes han firmado un manifiesto contra el papa, un escándalo moral de algún miembro de la jerarquía-, lo primero que debemos hacer es rezar. Rezar por la conversión de esa o esas personas. Rezar para que Dios ilumine y dé fuerza a quienes tienen el penoso deber de actuar para acabar con esas situaciones. Lo primero, de verdad, es rezar. Y luego hay que hablar. Hay que hablar con los directores de los colegios católicos cuando se constata que no se enseña correctamente la doctrina, o con los párrocos, o con los catequistas. Hay que hablar, con caridad y con claridad. Sólo cuando la oración y la palabra no dan resultado y el error persiste, hay que denunciar. La Iglesia tiene instancias para ello: los Obispados, las Nunciaturas, el Vaticano. Por desgracia no se suele hacer nada de eso. Ni se reza por los que hacen el mal, ni se les habla con caridad para hacerles ver el daño que están haciendo, ni se pone su caso en conocimiento de las autoridades competentes. Sólo se hace una cosa: criticarles. Eso no es amar. Amar es la unión de caridad con claridad.

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