Si bien es cierto que la religión y la política son dos enfoques diferentes, cuya necesaria separación permite un buen ejercicio de cada cual, tienen algo en común: la necesidad de comunicarse con la sociedad. Esto, implica un lenguaje apropiado, asertivo, significativo y ético; es decir, verdadero en su contenido, de modo que las personas -ciudadanos en el caso del Estado y creyentes cuando nos referimos a la Iglesia- puedan captar lo que realmente están queriendo decir. El problema actual es que, por ejemplo, en el caso de la política, con una clara tendencia hacia el reciclaje del populismo de la década de los ochentas que fue una constante en países como México, se está dando un fenómeno complejo y es el de emplear expresiones vagas que engañan porque están estructuradas para no comprometerse con nada ni con nadie. Es verdad que con las redes sociales cualquier frase fuera de contexto puede ser la ruina de un político, pero el hablar, confundiendo, está lejos de resultar lo que las sociedades democráticas necesitan. Todos tenemos derecho a la información clara y lo mismo debe aplicarse en los círculos católicos al momento de convocar reuniones o publicar documentos; especialmente, si son de carácter magisterial. Es cierto que no es posible agotar todas y cada una de las variantes de un solo golpe, pero sí ser lo suficientemente claros como para saber de qué va el asunto.
Lejos de las teorías de la conspiración que lo único que hacen es exacerbar los ánimos de forma innecesaria, hay que reconocer que, entre los creyentes, si bien pueden darse con las mejores intenciones, ha crecido la tendencia de construir frases sin contenido. Por ejemplo, “aleteo del espíritu”, “descentrarnos para centrarnos”, “clamores”, etcétera. Es verdad que para expresar a Dios, debemos recurrir al lenguaje simbólico, pero últimamente brotan citas que, al acumularse, hacen de la fe algo desconectado de la realidad, cayendo en una abstracción que, al momento de abordar temas complicados, puede confundirse con un miedo a decir lo que realmente pensamos como creyentes. Y es que, mientras se cuiden las formas, evitando la agresividad verbal que nada tiene que ver con decir la verdad, debemos ser significativos.
Retomando las frases anteriores, hacemos un ejercicio para que pueda notarse la diferencia, incluso gramatical, al momento de darles contenido, superando la abstracción:
Aleteo del espíritu= La acción del Espíritu Santo en la realidad actual.
Descentrarnos para centrarnos: Salir de nuestro egoísmo.
Clamores= Necesidades.
En la Iglesia, debemos ser breves y más profundos. Sobre todo, si queremos que los demás se animen a leernos. El exceso de adjetivos, aunado a un lenguaje marcado por la incertidumbre más que por la certeza, confunde y no aporta esa perspectiva crítica que es inherente a su naturaleza. No se trata de reducirlo todo a una nomenclatura, pero sí ayudar con criterios que, en el caso de los católicos, permitan discernir sin que se entienda el discernimiento como dejarlo todo a la conciencia individual o a las interpretaciones arbitrarias de algún familiar que medio entendió, cuando, como ha dicho atinadamente el Papa Francisco, se requiere del acompañamiento de un externo que confronte adecuadamente lo que haya que confrontar, velando siempre por hacerlo de un modo humano y respetuoso.
Seamos concretos, aterrizados, hablemos con naturalidad. De otro modo, vamos a caer en un populismo religioso que le restara valor a la tarea de la Iglesia.