Apotegma de los Padres del desierto.
En este nuestro mundo occidental la mayoría vive “como si Dios no existiera”. Las vidas de los hombres van y vienen acumulando proyectos, ilusiones y reveses; el trabajo o el paro, la diversión y el estrés, el bullicio y el deporte. La política, los hijos, los hobbies. También el cine o el teatro. La música, el sexo. Los hombres de hoy –como los de siempre- ocupan su tiempo en lo que para ellos es placentero o socialmente importante. No hay mucha diferencia entre nuestros abuelos y nosotros. Es verdad, varían las costumbres, quizá también las aficiones, el estilo de vida, pero en esencia es lo mismo.
Lo que no varía es que el hombre quiere llenar el tiempo para no encontrarse consigo mismo y sentir la aspereza punzante de la soledad.
Vivimos tiempos neopaganos. La gran diferencia entre la dura vida de nuestros antepasados y la nuestra, más allá de estilos de vida y de los sofisticados modos de esquivar nuestra soledad, es que todo lo vivimos sin Dios. En nuestros países ricos Dios se ha convertido en alguien superfluo, acaso molesto. es vista como una antigualla con valor arqueológico en el mejor de los casos; su mensaje, alejado del sentir de la mayoría, a muchos les huele a naftalina y alcanfor. Acontecimientos como el de que hemos vivido en Madrid, nos recuerdan la pujanza de , sí, pero también su excepcionalidad en este mundo ajado por el olvido de Dios.
En la exhortación postsinodal Christifideles laici Juan Pablo II dejó clara la necesidad de una nueva evangelización de aquellas tierras, como Europa, que fueron evangelizadas y evangelizadoras, y que ahora padecen los desgarrones del laicismo, del ateísmo y del indiferentismo.
¿Cómo llevar al Señor a nuestros contemporáneos?, ¿cómo dar a conocer a Dios a un mundo que lo ha convertido en un títere o en un adorno? Me parece que estas son las preguntas principales que debemos hacernos actualmente los católicos españoles. Tengo ante mí unas palabras de Benedicto XVI que pertenecen al discurso que pronunció en el Congreso sobre la nueva evangelización, del 15 de octubre de 2011:
“El mundo de hoy necesita personas que anuncien y testimonien que es Cristo quien nos enseña el arte de vivir, el camino de la verdadera felicidad, porque él mismo es el camino de la vida, personas que tengan ante todo ellas mismas la mirada fija en Jesús, el Hijo de Dios: la palabra del anuncio siempre debe estar inmersa en una relación intensa con él, en una profunda vida de oración. El mundo de hoy necesita personas que hablen a Dios para poder hablar de Dios. Y también debemos recordar siempre que Jesús no redimió al mundo con palabras bellas o medios vistosos, sino con el sufrimiento y la muerte”.
Benedicto XVI nos da dos claves para emprender la nueva evangelización presentada por Juan Pablo II: oración y muerte de uno mismo.
Deseo detenerme en este post en la primera clave. ¿Qué tiene que ver la oración con la evangelización? El mismo Benedicto nos da una pista: sólo podemos hablar de Dios si hablamos a Dios.
Hablar a Dios es, también, escuchar a Dios. Quien habla, escucha; hablar y escuchar son actos de comunicación, es decir, diálogo entre dos que desean saber el uno del otro, conocerse, vincularse mutuamente, relación personal. Hablar de Dios supone tener conocimiento de Él. Pero el saber de Dios que debemos comunicar, sugiere Benedicto XVI, no es indirecto o teórico –libresco, por ejemplo-, sino personal; tiene mucho de testimonio.
No hay evangelización en un mundo hastiado de sí sin hombres y mujeres que oren. La oración no es sólo una necesidad personal, sino también una exigencia evangelizadora de que peregrina en nuestra vieja Europa. La oración no es un aspecto más, entre otros, de la vida cristiana; sin oración no hay evangelización, porque no hay vida de Cristo en mí.
Hablar de Dios es comunicar a Dios, permitir que su Espíritu rezume en nuestras pobres vidas para tocar el corazón del prójimo. Esta obra del Espíritu Santo es únicamente posible si vivimos en permanente diálogo con Él.
La nueva evangelización supone la necesidad de una vida contemplativa. Exige a los sacerdotes que impulsen la vida de oración de los fieles, más aún, que fomenten en ellos una actitud contemplativa, ascética respecto del mundo. Hay muchas definiciones de oración, pero esta de Isaac de Nínive es muy certera para lo que nos ocupa:
“¿Qué es oración? Un intelecto libre de todo lo que es terrestre y un corazón cuya mirada está totalmente volcada sobre el objeto de su esperanza”.
La nueva evangelización supone un reto muy serio para nuestra Iglesia. Significa trasladar principalmente a los laicos la necesidad de la contemplación, de la ascesis y de la renuncia a sí mismos para vivir el Amor de los Amores y así poderlo transmitir. Lo que ha sido tarea de los clérigos, ahora se torna empresa de todos. Nadie duda sobre la importancia de los laicos en ; en consecuencia los laicos también deben ser protagonistas de la nueva evangelización en los ámbitos temporales en que viven.
Hay que empezar a derribar el prejuicio de que la vida de oración es cosa de curas. Si todos estamos llamados a la santidad, todos estamos llamados a una vida intensa en Cristo, es decir, de oración. Cómo adecuar la vida de oración con los quehaceres cotidianos de todos nosotros, es uno de los asuntos que nuestros sacerdotes deberían abordar en su tarea pastoral. ¿Lo intentamos?
Un saludo.