“No quiero que mi hija sea la rara”, “es que va a ser el único que no hace no sé qué”… No sé si esto ocurría también en generaciones de padres anteriores a la nuestra, pero, personalmente, me sorprendo mucho cuando me encuentro con ese tipo de frases. Digo que me sorprende porque, hasta donde yo recuerdo, en mi época, esos son los argumentos que esgrimíamos los hijos precisamente frente a nuestros padres para convencerles de que nos dieran permiso para ir a Pachá antes de la edad estipulada legalmente o para ver una película de contenido dudoso… Sin embargo, parece que ese argumentario caló tan hondo en nuestra generación que, años después, aparentemente superadas nuestras adolescencias, ya no son nuestros hijos quiénes las toman prestadas, sino que las repetimos nosotros mismos con respecto a nuestros hijos.
Pues bien, hoy, viendo algunas noticias de actualidad de la Iglesia, he pensado en esos argumentos. Este es el tema:
Hay unos tipos italianos que se han plantado en la Iglesia donde se “alojaban” los ídolos amazónicos que fueron reverenciados hace unos días en el Vaticano, los han cogido, los han tirado al río Tíber y han tenido el detalle de grabarlo en vídeo para que todos los que estamos lejos hayamos podido verlo (por una vez, y sin que sirva de precedente, diré, con tantos instagramers de buena voluntad: “las redes pueden servir para cosas buenas”…).
Pues, desde este pequeño altavoz, quería aplaudir a esos valientes, apoyarles y darles las gracias.
Seguramente, muchos creyentes estarán pensando lo mismo que el portavoz vaticano: “menuda bravuconada”. Sin embargo, en mi opinión, se trata de un acto de coraje en defensa de la Fe que profesamos, que no admite tibiezas ni medias tintas. Como ha recordado hoy el Papa en su audiencia de los miércoles, en el primer concilio de la Iglesia, el Concilio de Jerusalén, “se aborda una cuestión teológica, espiritual y disciplinaria muy delicada: la relación entre la fe en Cristo y la observancia de la Ley de Moisés. En el curso de la asamblea son decisivos los discursos de Pedro y Santiago, «columnas» de la Iglesia Madre (cf. Hch 15,7-21; Gál 2,9). Invitan a no imponer la circuncisión a los paganos, sino sólo a pedirles que rechacen la idolatría y todas sus expresiones”. “La asamblea de Jerusalén -continúa el Papa- arroja una luz significativa sobre cómo tratar las diferencias y buscar la «verdad en la caridad»”.
Pues bien, quizás pueda parecer que esto no tiene nada que ver con el tema del que estaba hablando, pero es precisamente todo lo contrario: lo que han hecho estos tipos, en contra del mundo y en contra, también, del apoyo de muchos católicos, es, repito, un acto de valentía. Estos tipos ostentan ese rol que a algunos padres de hoy les da tanto miedo: estos tipos son los raros. Drama, horror, exclusión… Es probable que muchos de sus allegados les hayan afeado la conducta o acusado de cualquier manera. Pero ellos han sido firmes en sus convicciones, en su Fe, en sus principios (dentro, claro está, de que no han cometido ningún delito ni realizado ningún tipo de agresión, que no es eso lo que quiero defender). Estos tipos son la imagen de cualquiera que trate de ser fiel a sus principios por encima de lo que el resto les pueda decir o de cómo les vayan a considerar.
Cuando no dejas ir a tu hija a un cumpleaños frívolo porque no quieres que esté en un determinado ambiente, o no le das permiso para ir a ver una película cuyo contenido no es acorde con los principios que tratas de inculcarle, o le dices que se aleje de ciertas amistades cuando hacen cosas que no están bien, o, simplemente, no le dejas ir a dormir a casa de una amiga porque consideras que no tiene edad para ello o que no hay ninguna necesidad o, sencillamente, porque quieres que pase el domingo en familia, o si le compras poca ropa y discreta que le llega por debajo, como mínimo, del final del glúteo; cuando se meten con tu hijo porque no le compras no sé qué muñecos o porque no ve no sé qué serie de televisión, porque no responde a tus criterios educativos; incluso, si tus hijos no ven la tele ni un solo día entre semana o, más aún, si no tienes una tele gigante en tu salón, otra en el cuarto de estar y otra más en la cocina, si tus hijos están ‘desconectados del mundo’ (horror horroris) y no tienes intención de darles un móvil (o, más aún, de dejar que se lo compren) hasta que tengan mayoría de edad; si no compras un libro para tus hijas porque te parece que los dibujos son infumables y deseducan su sentido de la estética y su sensibilidad por lo bello y lo bueno, si bla, bla, bla… y mil ejemplos que cada padre puede pensar o le pueden surgir en torno a la educación de sus hijos; si tu hijo, en tantas cosas como esa, va a ser el raro: ¡ole! Alégrate y dile que se alegre. Porque, ojo al notición: es muy probable que tú también seas raro (con todo respeto, pero eso es lo que tiene ir a Misa los domingos, creer a pies juntillas los dogmas del Credo, procurar vivir la castidad en la situación que sea, confesarte de manera habitual, cuando fallece alguien: rezar por esa persona… todo eso es de raros, amigos, muy de raros) y, si Dios quiere, el día de mañana, tu hijo también lo será. Así que, sinceramente, cuanto antes empiece a asumirlo, ¡mejor!
Y, si no es el raro, vete preocupando. Porque, ser normal, señores, no tiene ninguna gracia. Ser normal significa que en cuanto llega el verano te plantas unas semi braguitas de tela vaquera para lucir palmito, que cuando empiezas a salir con un chico lo primero que haces es pegarte el lote y, si te brota, acostarte con él, aunque tengas catorce años, porque es lo que todo el mundo hace; que, cuando vas a una fiesta te metes todo el alcohol de garrafón que eres capaz de tolerar, o más, para poder integrarte en el ambiente sin sufrir por el qué dirán, que no vas a Misa ni un solo día del año porque la religión es algo obsoleto que nada tiene que ver con el ser humano actual, que te planteas si te gustan los chicos o las chicas o todos a la vez, que te pasas el día con unos cascos y un móvil viendo cientos de vídeos de youtubers en vez de leer un buen libro o tocar algún instrumento o irte a dar una vuelta con tus amigos, que cuando estás estresado te compras una colchoneta y unas mallas y te pones a hacer yoga; ser normal significa estar a favor del aborto, de la píldora anticonceptiva y de la del día después, del divorcio de cualquier tipo y en cualquier circunstancia; significa no creer que un hombre pueda ser fiel a una mujer durante toda su vida, significa pensar que en el celibato no puede haber felicidad, significa ser esclavo del aquí y del ahora… ser normal es, en definitiva, muy fastidiado. En serio. Y no es que me quiera meter con los normales, pero, visto lo visto, no podemos asustarnos porque nuestros hijos vayan a ser los raros.
Como padres, en este contexto de normalidad, no sólo debemos alegrarnos de que nuestros hijos sean los raros. Debemos, además, darles las herramientas, desde el primer momento, para que sean luz para esos hijos de la normalidad que tanto necesitan ver a esos raros felices que tienen la obligación de mostrarles el camino para llegar a la única fuente auténtica de felicidad: Dios mismo.
¿Cómo van a hacer nuestros hijos todo eso siendo normales? ¿Acaso ha habido en la Historia algún santo normal? El padre Pío era el raro de la clase: siempre enfermo, siempre en oración, Catalina de Siena solo quería estar rezando en su celda y no se habría juntado con nadie si no fuera porque Jesús se lo mandó, San Ignacio de Loyola era el terror de la Universidad porque sacaba del desenfreno a los jóvenes perdidos como el que después fue San Francisco Javier, San Francisco de Asís era un notas integral y a San Juan de la Cruz y a Santa Teresa habría que haberlos visto en un momento de éxtasis. Santa Teresa de Calcuta dejó muy claro que lo que ella hacía por los pobres no lo haría ni por todo el oro del mundo, lo hacía solo “por Jesús” y por no hablar de todos los mártires que se negaban a adorar ídolos de madera sacrificando con ello su propia vida… Todos ellos, y todos los demás, observados desde un prisma puramente mundano, habrían sido unos raros indeseables para los padres de nuestra generación, los padres de la normalidad, pero allí están, ocupando los primeros puestos del Cielo. Benditos raros.