La fe católica -que es mucho más que un conjunto de doctrinas o de teorías en torno a Jesús de Nazaret- configura totalmente la persona del creyente. Sobre esto no hay dudas. El Papa Benedicto XVI ha afirmado que la fe “no nace de un mito ni de una idea sino del encuentro con el Resucitado en la vida de la Iglesia” (Audiencia General 24.IX.2008). El mismo Pontífice, en su última Visita a España con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, afirmó ante los millones de jóvenes congregados en Madrid: “seguir a Jesús es caminar con Él en la comunión de la Iglesia” haciendo que su Palabra “llegue al corazón, arraigue en él y fragüe toda la vida”.
En efecto, en la vida del católico no hay un compartimento -el de las creencias religiosas- que se abre en determinadas ocasiones (en una ceremonia litúrgica o para explicar determinados acontecimientos cuando se desdibuja la delgada línea que separa la razón y la fe) pero que permanece cerrado en otros (el compromiso político, por ejemplo). No. La fe impregna de tal modo la totalidad de la persona que no es posible arrinconarla -sin violentar su esencia ni adulterarla- especialmente en la hora en la que el creyente adopta las más trascendentes decisiones en su vida. Entre éstas, la de optar por una u otra opción política cuando somos convocados a las urnas.
Dado que la fe configura totalmente el ser del creyente y puesto que éste la vive en la comunidad eclesial, la Iglesia tiene el deber ineludible (y el derecho inalienable) de orientar -desde presupuestos éticos y morales- la conciencia de los católicos y de todo aquél que quiera escuchar sus propuestas, emanadas de la Ley natural y del tesoro evangélico. Sin embargo, la Iglesia no impone a la sociedad un código de conducta o un derecho revelado cuando hace afirmaciones en uno u otro sentido en el ámbito de la política. Al contrario, consciente de que “la fe se propone y no se impone” (Discurso de Juan Pablo II a los jóvenes en el aeródromo de Cuatro Vientos 3.V.2003), ofrece a los católicos y a todo hombre y mujer de buena voluntad algunos criterios para discernir en conciencia la grave responsabilidad de optar por un partido político o por otro. No se entromete, pues, en un terreno que le sea ajeno por no ser ajenos a los católicos ninguno de los problemas, gozos o esperanzas de la sociedad en la que viven la fe.
A la hora de depositar el voto el próximo 20-N, los católicos españoles -por ende, los sorianos- debemos valorar bien qué opción política apoyar. ¿A quién votar? es la gran pregunta. “La conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral” sentenció el Cardenal Ratzinger en 2002 por medio de una Nota doctrinal (aprobada por el beato Juan Pablo II) en torno al compromiso y a la conducta de los políticos en la vida pública.
Pero ¿qué contenidos son esos? ¿cuáles son las líneas rojas que un partido político no puede traspasar si quiere ser merecedor del voto de un católico? Dicho de otro modo ¿qué no puede apoyar nunca un católico? Lo confirmaba el mismo Cardenal Ratzinger: ningún católico podrá votar a un partido que de forma explícita defienda “leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítimo)” o que no defienda y promueva “los derechos del embrión humano […]; la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio […]; la libertad de los padres en la educación de sus hijos […]; la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad […] o el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo […]” (Nota doctrinal 24.XI.2002).
Al hacer estas afirmaciones, como ya se ha dicho, la Iglesia -cuyos pastores gozan del sagrado derecho a la libertad de expresión- no intenta manipular conciencias ni se entremete en el ámbito civil (como si, además, la moralidad fuera sólo propia del ámbito religioso). No, la Iglesia intenta exclusivamente colaborar con el bien común y recordar que la auténtica libertad no existe sin la verdad (“verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”, escribió el beato Juan Pablo II) pues en una sociedad donde no se defendiera, ante todo, la verdad de las cosas y no se hablara de la posibilidad de alcanzarla en sí misma se resquebrajaría el ejercicio auténtico de la libertad y se abriría el camino a un diabólico libertinaje.
Como afirmaba el Arzobispo de Oviedo, Mons. Sanz Montes, “la Iglesia no tiene un partido que la represente” ni como tal se presenta detrás de unas siglas. Y esto vale absolutamente para todos los partidos. Ahora bien, no puede permanecer callada y no reflexionar públicamente sobre lo cerca o lejos que se hallan los programas y actuaciones políticos de su manera de entender la justicia y los derechos de las personas desde la Doctrina Social de la Iglesia, “examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre” (Sollicitudo rei sociallis, 41)
El 20-N los católicos estamos llamados a las urnas. Debemos votar. Tenemos el deber y el derecho. Debemos implicarnos a fondo para que triunfe en las urnas aquel programa político que posee una visión lo más cercana posible a los valores del Evangelio. ¿Teoría del “mal menor”? Posiblemente. Lo que no podemos permitir es que triunfe el “mal mayor” que cercena de raíz los valores que la Iglesia propone.