"Desde lo más alto del trono de su gloria, desde el fondo de su sagrario solitario y demasiado abandonado, Jesús, nuestro adorable Salvador, contempla la humanidad, descarriada por un soplo de independencia, sacudir el yugo beneficioso de su ley, y alejarse de la vía recta de sus mandamientos. Mira los raudales del mal ir hacia las almas; ve la idolatría de la materia y el culto de la razón humana reemplazar en los espíritus, la fe divina, y la esperanza de su inmortal destino. Ve el egoísmo frío con sus cálculos indignos devorar, como una plaga maligna, el corazón del hombre creado para un amor infinito. Estima las consecuencias nefastas del rechazo de Dios: la sed de oro y los envilecimientos de la impureza, la división de la familia, la pérdida del sentido moral que engendra el desorden en la sociedad. Desde entonces, para contener el mal que se eleva, las leyes se multiplican, signo indudable de decadencia, la sociedad tiende a asistir al ciudadano gracias a su tecnología sofisticada, ofreciéndole numerosas posibilidades, que parecen ponérselo fácil al hombre, pero que en definitiva lo constriñen y lo limitan hasta hacerle perder su personalidad y su libertad. Todo está controlado para que no se incline hacia un sentido ni hacia otro. Sin embargo, la pérdida de la libertad o de la voluntad es la esclavitud.
Pero, contradicción aparente, Jesús ve que estas almas dependientes están solas, abandonadas a sí mismas, como ovejas sin pastor (Mt 9, 36), ciegas de sí mismas y de su estado real, permaneciendo al borde de la carretera (Mc 10, 46), esperan algún buen samaritano que les tienda la mano (Lc 10, 33). ¿No somos testigos de ello, y testigos impotentes?
Suena entonces como una trompeta en el aire silencioso esta frase del Salvador: La cosecha es abundante pero los obreros son pocos, cuando no están encerrados en sus casas sub specie boni. Rogad, pues, al Dueño de la cosecha que mande obreros para su cosecha.
Si es el Buen Dios quien manda obreros, los manda en la medida de nuestra plegaria y de nuestra convicción sobre la importancia de la vida consagrada que es el don más grande que el Señor da a su Iglesia, después de la Sagrada Eucaristía, convicción de nuestra vocación como testimonio que conduce a la afirmación del primado de Dios y de los bienes eternos.
El Magisterio no cesa de repetirnos que en la medida en que llevemos una vida totalmente entregada al Padre, introducida por Cristo y animada por el Espíritu Santo en nuestra propia vocación, cooperamos eficazmente a la misión salvífica de Jesús, contribuyendo de una manera particularmente profunda a la conversión del mundo (cf. Vita consecrata, n. 25).
Un monje verdaderamente unido a Dios procura la salvación de millones de almas. Efectivamente, el Buen Dios que es Amor busca el amor. Encarnándose, el Verbo de Dios nos ha mostrado que no hay amor más grande que el de dar su vida por los que ama (Jn 15, 13) para que nosotros también hagamos lo que El ha hecho por nosotros (Jn 13, 15). Ahora que ha subido al Cielo y que vive en el esplendor de la gloria divina, se complace en recibir el amor y la ternura de los hombres. Y aún recibe más de parte de los que han tenido la alegría de dejarlo todo para ser totalmente, y sin compartir con nada ni nadie, de El (cf. 1 Co 7, 34). En efecto, la consagración por los votos, introduce en una unión tan íntima con el Señor que es y debe ser de tal manera que llegue a la más fuerte profundidad: El que se une al Señor, está con El en un solo espíritu (1 Co 6, 17). ¿Cómo podrá Jesús, desde entonces, rechazarnos, cuando El mismo nos ha dicho : Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, yo lo haré (Jn 15, 16)?
Pero esta felicidad sólo tiene lugar cuando se comparte: Habéis recibido gratuitamente, dad gratuitamente (Mt 10, 8). Si el monje se retira para darse totalmente a Dios, no es en el egoísmo ni en el repliegue sobre si mismo que cumple su vocación. Todo se une, todo revierte según el orden de la comunión de los santos, y cada uno crece de la virtud de los demás.
Entonces, roguemos al Dueño de la cosecha para que nos mande obreros para una cosecha más grande. Ay del mundo si no hubiera monasterios, decía santa Teresa de Jesús. Estamos en estado de emergencia… Pidamos al Corazón Inmaculado de María que interceda por nosotros. La cosecha es abundante, pero necesitamos obreros. Hemos sido escogidos para que demos fruto (Jn 15, 16). Que Nuestra Señora nos conceda merecer estos frutos, quiero decir estos nuevos obreros a través de nuestra vida ejemplar y nuestro fervor, a acudir al oficio divino y a cantarlo con todo nuestro corazón, para mayor gloria de Dios y para la salvación de las almas. Amén."
P. Cipriano María, Abadía de San José de Claraval, Francia.