Juan Duarte nació en Yunquera (Málaga) el 17 de marzo de 1912. Sus padres fueron Juan Duarte y Dolores Martín de la Torre. De este matrimonio nacieron diez hijos, de los que sobrevivieron seis, Juan era el cuarto de ellos.



            Su padre era un labrador autónomo, con bienes suficientes para no tener que trabajar por cuenta ajena, aunque no para llevar una vida desahogada; de recia piedad era miembro veterano de la Adoración Nocturna, como recuerda la insignia expuesta en el chinero de su casa, que mantuvo una relación muy estrecha con su hijo Juan, desde que era pequeño, y  más aún cuando le comunicó su deseo de ingresar en el Seminario. Era, sin duda, su hijo preferido, lo cual nunca despertó celos en sus hermanos, pues ellos también le tenían como el mejor de todos.
Fue bautizado en la parroquia de la Encarnación de Yunquera, donde recibió también la Confirmación. De la recepción de estos sacramentos no hay partidas, porque el archivo parroquial fue destrozado en el año 1936 y las hojas de sus libros sirvieron para envolver los productos que se adquirían en la iglesia, convertida entonces en economato.
Ingresó en el Seminario en el curso 19251926, a la edad de trece años. A decir verdad, fue una decisión que a nadie sorprendió, pues desde muy pequeño ya mostró su cercanía y su inclinación hacia la Iglesia. Y se sentía tan firme en su vocación que cuando, ante los insuficientes medios económicos de la familia, el padre le planteó cómo podrían pagar sus estudios, él sin vacilar respondió: “No se preocupe, el Señor le va a ayudar”.

           
En el Seminario Juan se sintió siempre muy a gusto, pues más que un internado se encontró una verdadera familia, con un auténtico padre -el rector- y un excelente director espiritual, el P. Soto.
Juan quería mucho al Seminario, como permanentemente pudieron constatar sus padres y sus hermanos. Cuando estaba en el pueblo pasando las vacaciones de verano, contaba los días que faltaban para el regreso. Y en una ocasión muy señalada, cuando, después de la quema de iglesias y de conventos en Málaga en mayo del 1931, se planteó la necesidad de regresar al Seminario y su padre le pidió que aplazara su vuelta hasta que la situación política se normalizase, Juan Duarte fue de los valientes que volvieron al Seminario, dispuestos a emprender aquella nueva etapa, huérfanos de su Obispo tan querido, D. Manuel González, y con muy escasos recursos económicos, pero con unos superiores que vivían ya el ideal expresado en aquellos días por el propio D. Manuel: “Espíritu Santo, concédenos el gozo de servir a la Madre Iglesia de balde y con todo lo nuestro”.
Durante los años de Seminario, Juan era, como decía el Padre Soto, “un seminarista ejemplar”. Inteligente y estudioso, fue aprobando siempre con las máximas calificaciones. Reconociendo su capacidad, en los últimos cursos se le encomendó la tarea de prefecto (educador) de los seminaristas menores. Era alegre y sencillo, de lo cual tuvieron constancia los niños del catecismo de la parroquia de la Victoria y los de Yunquera. De él y de otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, también de Yunquera, se decía que en sus vacaciones traían la alegría al pueblo. Era muy notable su profunda vocación apostólica. Contaba a este respecto su hermana que Merino le dijo un día: “Cuando sea sacerdote, quiere irse a las misiones”.
El 1 de julio de 1935 recibió el Subdiaconado; de la noche anterior tenemos una plegaria a la que él alude en una emotiva carta al Obispo Don Manuel González: “¡Con qué ganas me pongo en brazos de la Iglesia y con qué ganas le pido al Señor que me quite la vida si no he de servirla con la alegría que inunda mi alma el día que a ella me entrego!”.
Al año siguiente fue ordenado Diácono en la Catedral de Málaga, el 6 de marzo de 1936. Cualidades sobresalientes de Duarte eran su arrojo y valentía, pese a ciertas apariencias de timidez. Prueba de ello es la respuesta que dio a uno de los principales dirigentes políticos de su pueblo, cuando, estando en su casa, preguntó a su hermana Dolores y a su novio por qué si llevaban once años de noviazgo no se casaban o se juntaban, y él, adelantándose a ellos, respondió: “Se casarán cuando las cosas cambien a mejor”. También se hizo patente su valentía cuando, en plena vorágine revolucionaria, un día pasó junto a la puerta de su casa uno blasfemando y él quiso salir para abofetearle, o en su empeño de salir por las calles con sotana hasta el último momento, o de negarse a esconderse en el zulo que le había preparado su padre, como le pedían llorando su madre y sus hermanas.
Juan Duarte, sin embargo, dudaba de su capacidad para afrontar el martirio “si llega el momento”, como le confesó un día a su amigo José Merino. A este arrojo y valentía de Duarte bien pueden llamársele “parresía”, esto es, libertad recibida del Espíritu para decir y hacer lo que él quiere. Su familia y los que le trataron de cerca en aquellos meses saben que una respuesta que frecuentemente salía de sus labios cuando alguien le advertía que la situación empeoraba era: “¡El Señor triunfará, el Señor triunfará!”. Quizás ese arrojo fuese la razón última de por qué no fue martirizado en El Burgo como sus dos amigos José Merino Toledo y Miguel Díaz Jiménez, y se lo llevaran a Álora para matarle en este pueblo, después de una semana de torturas y humillaciones.

Su detención ocurrió el 7 de noviembre, por la delación de alguien que, tras un registro fallido llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña ventana para respirar aire puro después de varias horas, sin luz ni ventilación, en una pequeña pocilga que le había servido de escondite.
Cuando los milicianos golpearon a la puerta, sólo se encontraban en casa su madre y él, pues dos de sus hermanas habían ido al campo para lavar la ropa y la otra, Carmen, la más pequeña, se encontraba aprendiendo a bordar para confeccionarle la cinta con la que sus padres atarían las manos de Juan en su ordenación sacerdotal.
De su casa le llevaron al calabozo municipal, y de allí, con los otros dos seminaristas, lo trasladaron a El Burgo, sobre las cuatro de la tarde. Allí, José Merino y Miguel Díaz serían martirizados en la noche del 7 al 8, mientras Juan fue llevado, por la carretera de Ardales, hasta Álora.
Los motivos para no asesinar a Juan en El Burgo, como hicieron con los otros, y llevarlo a Álora no son suficientemente conocidos, pero parece ser fruto de un acuerdo del Comité Local de Yunquera con algún dirigente revolucionario de Álora.
En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, al calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a torturas sin cuento, con las que pretendían forzarle a blasfemar. Pero él siempre respondía: “¡Viva el Corazón de Jesús!” o “¡Viva Cristo Rey!”.
Las torturas y humillaciones a las que fue sometido en la cárcel fueron muy variadas: desde palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en su genitales, (en una ocasión llegó a avisar que el cable se habría debido desconectar de la batería, porque no sentía la corriente) hasta paseos por las calles entre burlas y bofetadas con el mismo objetivo. De cómo se desarrollaban estos paseos hay testimonios de varios familiares y amigos, ya difuntos.
La buena gente de Álora vivió "la pasión" de Juan Duarte como la de un hijo o hermano muy querido. Fueron muchos los que deseaban que aquel sufrimiento, aquella insoportable muerte lenta acabase de una vez. Algún bienintencionado llegó a hablar con él para convencerle y que cediera en su actitud. Del calabozo lo llevaron a la cárcel, que entonces se encontraba en la Plaza Baja, hoy Plaza de la Iglesia. Allí se inició el sádico proceso de mortificación, psíquico y físico, que habría de llevarle al fin hasta la muerte.

Empezó este proceso introduciendo en su celda a una muchacha de 16 años, con la misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había violado. Como este atropello no dio el resultado que se buscaba, uno de los milicianos, con la colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una navaja de afeitar le castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, que los paseó por el pueblo.

            Realizada esta salvaje acción, cuando Juan Duarte recuperó el conocimiento, sólo preguntaba a los demás presos que estaban en la misma celda: “-Pero, ¿qué me han hecho, qué me han hecho?”. Como la indignación de mucha gente de Álora aumentaba por días y la actitud del Beato se hacía más provocadora -pues con serenidad preguntaba a sus verdugos si no se daban cuenta de que lo que le hacían a él se lo estaban haciendo al Señor-, los dirigentes del Comité decidieron acabar con él proporcionándole una muerte horrenda.
Esta muerte se llevó a cabo en la noche del día 15 de noviembre. Lo bajaron al Arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora, y allí a unos diez metros del puente de la carretera, lo tumbaron en el suelo y con un machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de gasolina el vientre y el estómago y luego le prendieron fuego.
Durante este tormento, el diácono sólo decía: “-Yo os perdono y pido que Dios os perdone... ¡Viva Cristo Rey!”.
Las últimas palabras que salieron de su boca con los ojos bien abiertos y mirando al cielo fueron: “-¡Ya lo estoy viendo... ya lo estoy viendo!”.
Los mismos que intervinieron en su muerte contaron luego en el pueblo que uno de ellos le interpeló: “-¿Qué estás viendo tú?”. Y acto seguido, le descargó su pistola en la cabeza.
Pocos meses después, el 3 de mayo, su padre, hermanos y otros familiares se presentaron en Álora para exhumar su cuerpo, fácil de encontrar bajo la arena, pues había sido enterrado por unos vecinos a tan poca profundidad que su hermano José, como él mismo contó, con sólo escarbar con sus manos, topó enseguida con sus restos.
Una mujer, que estuvo presente en aquella exhumación y que lo vio todo, refirió que su sangre no aparecía como derramada en su ropa, sino cuajada formando bolas, lo que viene a confirmar que fue, efectivamente, quemado después de abrirle el vientre y el estómago.

           Podemos 
afirmar que, al conocer así los datos tan impresionantes de aquella "semana de pasión", puede decirse, con toda certeza, que el martirio del Beato Juan Duarte Martín, aquel joven de sólo 24 años de edad, no es menor que el de los insignes diáconos de la Iglesia, San Esteban y San Lorenzo y San Vicente.
 
           La información del martirio que, hace 75 años, sufriera el joven diácono, Beato Juan Duarte Martín, podéis verla accediendo al blog dedicado a su memoria y a la página web de la diócesis de Málaga:
 
“Málaga, tierra de Mártires”
El 8 de julio de 2010 tuvo lugar la presentación de este libro escrito por el sacerdote, Pedro Sánchez Trujillo, postulador de la causa de los mártires ya beatificados y pendientes de beatificación que obtuvieron la palma del martirio en Málaga y sus pueblos, durante el período del terror revolucionario desde 1935 a 1937.

           El libro tiene tres partes: la siembra, en la que se expone la evangelización que el obispo don Manuel González realizó con los sacerdotes que él había preparado en “su Seminario”. En ella también se habla sobre la cizaña que apareció en lo sembrado. La segunda parte, la siega: donde se trata los tres golpes de muerte dados a la Iglesia por la II República: el primero, la quema de conventos e iglesias. El segundo, la aprobación de la constitución que despojaba a la Iglesia de las libertades y de sus derechos. Y el tercero, el martirio de las cosas y de las personas de la Iglesia. Y la tercera parte, la cosecha, en la que se da cuenta de aquellos que más especialmente fueron asesinados por odio a la fe y a la Iglesia.
Con este libro, don Pedro quiere manifestar la persecución sufrida por la Iglesia en Málaga y desea resaltar el testimonio de fe de tantos mártires religiosos y seglares.
 
Una foto que apareció en todos los periódicos del mundo
                No fue ninguna campaña orquestada por los medios de comunicación, ni un producto de marketing… Esta fotografía apareció en las portadas de los periódicos italianos y españoles del lunes 29 de octubre de 2007; y en las páginas interiores de algún periódico alemán, inglés y argentino… Salió en otras tantas páginas digitales de información. Los nuevos Beatos de Toledo recorrieron el mundo entero. Su mirada limpia, su rostro de santidad fue visto por todos.



                 Las alumnas del colegio “Compañía de María” de Talavera de la Reina (Toledo) eran las portadoras de dichos retratos, elevados ante la asamblea una vez fueron agregados sus nombres al catálogo de los santos, auténticos protagonistas de aquella jornada… Ellos fueron la portada. Año tras año, esa fotografía se une, en muchas ocasiones, a cualquier artículo que trate sobre los mártires… Hoy recuerdo la instantánea tomada por los cámaras, cuando al rememorar al Beato Juan Duarte, le veo sustituyendo junto al Beato Enrique Vidaurreta, a dos de los nuestros… ¡Qué gozo servir para que unos hablen de otros! Nunca mejor dicho el photoshop hace verdaderos milagros.







Los videos en Youtube son muy completos, primero con el delegado para las Causas de los Santos de la diócesis de Málaga y con el testimonio de una carmelita, hermana del mártir.