Llegan a Betsaida. Entonces le traen un ciego y le suplican que lo toque. Tomando de la mano al ciego, lo sacó fuera de la aldea; le echó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: “¿Ves algo?”. Comenzando a entrever, decía: “Veo a los hombres; me parecen árboles, pero me doy cuenta de que andan”. Después impuso otra vez las manos sobre los ojos del ciego, y éste comenzó a ver claro y recobró la vista y distinguía todo perfectamente desde lejos. Luego lo mandó a su casa, advirtiéndole: “Ni siquiera entres en la aldea”.

Mc 8, 22-26.

 

Han pasado muchos años, pero aún recuerdo el momento en que mi paisano Felipe me obligó a presentarme ante Él. Es verdad que había oído hablar de alguien que hacía prodigios en nuestro pueblo. Pensé que era uno de esos charlatanes que querían embaucarnos con sus supuestos milagros. En Betsaida, ya se sabe, nunca fuimos amigos de los forasteros.

Además, yo me manejaba bien con mi ceguera: no envidiaba a los que veían; más bien recuerdo un cierto orgullo por captar aquello que los demás eran incapaces de percibir. Al no ver podía ir por las calles de Betsaida pidiendo limosna y enterándome de los chismes de los alrededores. La cosa no estaba tan mal -pensaba yo por aquel tiempo-: de vez en cuando caía algún mendrugo de pan, sin tener que rendir cuentas a nadie y sin estar obligado a nada.

Aunque ha pasado el  tiempo lo recuerdo perfectamente. Un buen día alguien me cogió por los hombros, me sacudió y me dijo: “¡hermano, acércate al Maestro que puede curar tus ojos!”. Por la voz supe que era Felipe, uno de esos jóvenes impetuosos y llenos de energía, poco cuidadosos con los hombres que, aunque ciegos, son más viejos que él. Pobre Felipe... Recuerdo que lo traté mal, lo insulté, le dije que me dejara en paz, que yo vivía muy bien así y que ningún charlatán de aldea me iba a echar a perder la limosna del día. Pero Felipe saltaba, se agitaba, no me oía. No le importaba nada de lo que yo le decía; era como si supiera de antemano mi negativa y mi desprecio. Nada de lo que le decía tenía importancia para él; parecía, incluso, que cuanto más le insultaba más agitado se ponía y me decía sin que yo le entendiera “¡ves, ves cómo tienes que conocerle! Lo que me extrañaba es que Felipe y yo apenas nos conocíamos. ¿Por qué yo? Sin poder evitarlo cogió mi brazo, me arrastró y, entre protestas, me vi envuelto en un tumulto de gente cuyas voces expresaban burla, asombro y esperanza.


Cuando recuerdo todo ese jaleo, la impetuosidad de mi amigo y los empellones de todos, me emociono y creo estar otra vez allí, con mi ceguera y mi rabia por haberme sacado de mi cómoda inercia. Pero lo que mejor recuerdo es el contacto de la mano del Maestro. Fue muy extraño, pero cuando Él me tocó sentí una sensación que jamás había tenido; era como si ya nada tuviera importancia y mi humanidad fuera transportada por una fuerza desconocida y cercana a la vez. Un poder, una presencia, una cercanía que me alejaba de todas mis preocupaciones y me proporcionaba una inmensa paz, como luego sentí al ver el cielo estrellado de mi tierra.

No supe cuánto anduvimos; tampoco recuerdo el momento en que me habló. Su cercanía me causaba tanta atracción y tanto miedo... En aquellos momentos no podía pensar en nada, pero sé que sentía su fuerza y su lucha, su silencio y sus palabras, su vida y su cruz. En Él se hallaba todo. Su presencia, antes de que me tocara, curó mi ceguera. Fue ése el milagro y no el que recobrara la vista, pues ya sabía que mi vida iba a ser muy distinta de lo que había sido hasta ahora. De hecho, ya era diferente. Es verdad que sólo ahora puedo ser consciente de todo y que, con el paso de los años, aquel encuentro con el Maestro se ha hecho más intenso. Por eso es un milagro que no cesa, pues se produce cada vez que cierro los ojos y le evoco con una oración silenciosa, con un pensamiento o con una mirada. Un milagro que se vuelve a producir cuando descubro que en la oscuridad de mis días está Él.

“¿Ves algo?”, me preguntó. Con miedo y alegría empezaba a ver formas, sombras sin definir. ¡Cómo me corría la sangre de la emoción! Tantos días vagando por las calles palpando los bultos y Él sanaba mi ceguera poco a poco, sin prisas ni sustos. Cuando me volvió a tocar y vi su cara me derrumbé y besé sus pies. Su sonrisa, su claridad en los ojos, la sencillez de sus rasgos. Fue lo primero que vi y lo más hermoso. Después no he vuelto a contemplar nada más limpio; mi emoción por ver no impedía saber quién era aquel extraño que me había curado. Supe que era el Salvador de mi pueblo, el que esperábamos hace tanto tiempo. ¡Tan distinto de lo que anhelábamos!, ¡tan cercano a nosotros!

Descubrí que el Maestro, nuestro Salvador, es luz. Pero también es oscuridad, noche. Años después comprendí que mi ceguera era un don, que permitió aquel encuentro con Él. Sin mi oscuridad no hubiera apreciado su luz. Pero cuando vi su cara nada de eso sabía; simplemente no creía lo que me pasaba. Y luego sus últimas palabras, enigmáticas y llenas de sentido, “no entres ni siquiera en la aldea”. ¿Qué quería decir el Maestro? Comprendió mi extrañeza, pues mi casa estaba en Betsaida. Bastó con un gesto: puso su mano en mi corazón y mirándome fijamente sentí que me decía  “tu casa está en tu corazón, que desde ahora hago mío. Guárdalo porque me guardarás a mí, entrégalo porque me entregarás a mí, ámalo porque me amarás a mí”.

Han pasado muchos años desde aquella tarde en que me tocó el Maestro. Pero sé que cada vez que hago mías su alegría y esperanza, su humildad y mansedumbre y, sobre todo, su confianza en el Padre no cesa de producirse el milagro del verdadero Amor.