Sin entrar hoy a analizar los porqués de la maniobra, es bien cierto que el ataque contra la familia es tan fuerte en nuestro tiempo como quizás nunca se había dado. Por eso debemos pensar, aunque sea con la brevedad que requiere un artículo, dónde está el origen histórico de la familia.
El hombre es un ser creado por Dios. Su inteligencia y su capacidad humana de vivir socialmente ha hecho que él creara multitud de sociedades con las que alcanzar logros que, individualmente hubiera sido imposible. Hay personas de determinadas ideologías que creen que también la familia es una producción del hombre, que puede ser cambiado aún en lo que le es esencial; incluso, de la que se puede prescindir para la vida, para la procreación, para la formación de los hijos, sin que nada se resienta en la vida del hombre. Formas distintas serían, por ejemplo, la promiscuidad, la horda, el Estado que se inmiscuye en lo más personal y elimina libertades fundamentales entre esposos, o en las relaciones padres-hijos, o introduciendo formas concretas, que no se podrían llamar familias, por fallar elementos fundamentales, o asumiendo funciones que no le corresponden, etc.
Esta concepción de la familia como sociedad artificial, pendiente en todo de la cultura, o condiciones ambientales, o leyes que emanan los gobiernos, no es cierta. La familia, en sus trazos esenciales, es una creación de Dios. Al tiempo que crea al hombre, lo crea hombre y mujer, uno con una y para siempre. La familia monogámica e indisoluble es obra de Dios, al principio de ser del hombre en la tierra. Cuando ha habido variaciones en su ser, se ha debido a la debilidad del hombre. “Al principio no fue así” afirmaba Jesús ante la resistencia de sus interlocutores a aceptar la pureza del matrimonio y de la familia tal como había sido constituida.
La forma, pues, de la familia es de designio divino. Más también el sentido de ella misma sólo queda suficientemente clarificado, cuando se tiene en cuenta a Dios. Sucede que la persona es el único ser de la creación que es del todo ininteligible si se prescinde de Dios. Cualquier cosa del mundo tiene un sentido en su existir, por su misma condición. El hombre, en cambio, si no se ve al trasparente de Dios, es un sinsentido, “una pasión inútil”, como apuntó un célebre filósofo, Y puede estar abocado, en la medida en que vive conscientemente, a la angustia vital.
De modo semejante, como la familia sólo adquiere su pleno sentido- incluso en la consecución de la felicidad plena y también para tener fuerzas ante la adversidad sin romperse – cuando el horizonte de ella se ve Dios al fondo.. La fe nos da la clave para la plena inteligencia de la familia y para su total realización.
Al venir la familia de un proyecto ilusionado de Dios acerca del ámbito inmediato en el que sus hijos, los hombres, van a crecer y desarrollarse auténticamente como hombres, hay rasgos que la constituyen con carácter de perennidad.
Es importante que los miembros de una familia sepan discernir con absoluta claridad lo anticuado de lo permanente. En cualquier ámbito de la vida hay elementos que nuestras generaciones han arrumbado por viejas, pero existen valores, actitudes y costumbres sin las que una familia no puede vivir con dignidad ni con alegría.
Esto ocurre en cualquier aspecto de nuestra cotidianidad. Por ejemplo, en la agricultura han cambiado los arados, la selección de semillas, el sistema de riego, etc. en pocas generaciones. Se ha dejado lo antiguo, pero se ha mantenido lo que es perenne: nadie pretende prescindir de las raíces o de la función clorofílica de las plantas con el argumento de que hay que ponerse al día y que aquellas cosas son demasiado tradicionales.
Así también ocurre en las familias. Son muchos los adelantos técnicos que han invadido los hogares, Muchas las ocupaciones del ama de casa que han cambiado, y los horarios y los estilos de vida y las relaciones sociales. Pero hay elementos perennes, incambiables sin grave perjuicio.
No puede alterarse la unidad de la pareja- uno con una-. Ni la fidelidad hasta la muerte –indisolubilidad-. Ni el respeto a la vida –en los ancianos, en los enfermos, en los aún no nacidos-. Ni el cultivo de las virtudes que son el eje de la vida: la lealtad sin grietas; el espíritu de sacrificio por los que se ama; el poner siempre la iniciativa en el amar y el perdonas; el poner el acento y buscar la propia alegría en el dar, no sólo en el recibir; el amar al otro por lo que es y no por lo que tiene o lo que da.
Todo esto que forma el trasfondo de la “cultura del corazón”, o se vive en hogar y va empapando el espíritu de los hijos desde el principio, o será una carencia tan honda que difícilmente no condicionará negativamente todo el desarrollo de los mismos.
Y es que, en el pensamiento de Dios, la vida de los hijos de Dios se supone empapada. en actitudes que provienen de Él: el amor desinteresado, la misericordia, la ilusión por el bien de las criaturas, la capacidad inagotable del perdón…
La sinfonía de la familia con el sentir de Dios es demasiado esencial para que se arrumbe en aras de un falso progresismo que no es sino el retorno a culturas que quizás también marginaron a Dios...