Hace mucho descubrí,
con sorpresa y agrado, el poder de la sonrisa. Y fue entonces cuando me propuse
“ponerme” una cada mañana, al levantarme, y si era posible intentar mantenerla
a lo largo del día, como regalo para quien se cruzara en mi camino. Dicho así,
parece sencillo, pero no siempre lo es. Porque a veces nos duele la cabeza (o
el alma), o no estamos de humor, o simplemente nos olvidamos de los demás, tan
egoístamente centrados en nosotros mismos.
Pero es una
magnífica costumbre. En realidad, una bendición. De antemano aclaro que no vale
cualquier sonrisa. Hay que desechar, de entrada, las sonrisas falsas, las
raquíticas, las de puro compromiso. La sonrisa de la que hablo es franca,
amplia, generosa, y saliendo del corazón, recorre el alma y aparece luminosa en
el rostro. He comprobado mil veces sus efectos benéficos. Los bebés responden
automáticamente a su influjo, porque nadie como ellos para entender el lenguaje
del corazón y del amor. Y a menudo, también los ancianos, tan faltos -cada vez
con más frecuencia- del cariño necesario para ser felices.
Es una regla
general. Quien regala sonrisas recibe sonrisas. Como toda regla, tiene sus
excepciones, pero tal vez en ellas resida el mayor valor de la sonrisa. Porque a
veces ocurre que a nuestra sonrisa responden con una mueca, un exabrupto o un
mal gesto. O no responden. Y ahí precisamente, en ese mismo instante, es cuando
cobra todo su valor, todo su amor verdadero, el más sobrenatural. Sobra
cualquier crítica o juicio, aunque sea la reacción instintiva y lógica. E
intentamos ponernos en el lugar del otro, e imaginar las mil causas que puedan
provocar un comportamiento tan cáustico: “No pasa nada, probablemente tenga un
fuerte dolor de cabeza, o haya discutido con su mujer, o las notas de sus hijos
hayan sido pésimas, o le ha llegado una factura inesperada que ha mandado al
garete su presupuesto mensual." Cualquier cosa antes de juzgar, ya que
nosotros no estamos en su piel.
Y perseveramos en la sonrisa (es una sonrisa del alma, nada bobalicona o de pose celestial), hablando con suavidad y tacto, con caridad, en definitiva. ¡Cuántas veces me ha ocurrido que finalmente esa actitud antipática se torna amable! Sonreír a quienes queremos es sencillo, incluso natural. La sonrisa más valiosa y más valiente es la que se regala precisamente a quienes nos cuesta sonreír. Sin esperar nada a cambio. Porque debemos ocuparnos de lo que nosotros podemos hacer por los demás, de forma desinteresada, cristiana, y no al revés.
Estoy seguro de que Jesús sonreía siempre. Por eso atraía y por eso atrae todavía. Me lo imagino más de suave sonrisa que de carcajada estruendosa. Y sé que sus mejores sonrisas fueron siempre (y siguen siéndolo) para los más necesitados, para los enfermos, para todos aquellos que se sienten solos o desesperanzados, para los marginados por los estragos de la injusticia. Tratemos de imitarle, porque una buena sonrisa puede salvar un mal día. Incluso una vida. Sonriamos por Él, por Cristo. ¡Venga, pon una sonrisa en tu vida!