—¡Rápido a vuestras posiciones!
Desde lo alto de la última colina, el Arcángel San Miguel arenga las santas huestes para el asedio que están a punto de sufrir. El ejército de almas bienaventuradas se dispone a defender las siete puertas de entrada al purgatorio. Santa Juana de Arco se mueve con velocidad a lomos de su caballo, organizando los batallones y deliberando con otro general: San Jorge. El vencedor del dragón, martirizado por Diocleciano, espolea a su caballo y se mueve con decisión de una puerta a otra repartiendo ánimos y confianzas. En un gran montículo hacia la puerta norte, Santa Teresa de Ávila prepara a sus carmelitas para los momentos de intensa oración que se avecinan.
—¿Qué te ocurre?—le pregunta a su hermana pequeña, Teresita.
—El frío—responde enigmáticamente la de Liseux mirando como embrujada hacia las murallas.
—¿Qué ocurre con el frío?—la mística española se da cuenta del vaho que sale de sus bocas.
—En el purgatorio no es concebible, solo existe el fuego purificador del amor del Señor. El frío solo puede indicar una cosa: el mal está detrás de esas puertas.
San Francisco se acerca acompañado de los suyos, dispuestos a oponer resistencia.
—Pero el mal solo avanza donde no hay bien, y nosotros estamos aquí. El amor es una barrera infranqueable.
Teresa de Ávila responde con clarividencia:
—El problema es que en la vida terrenal el amor está más confundido que nunca. Llaman amor a cualquier cosa, cuando, en realidad quieren decir apegos, egoísmo, vanidad, intereses, amor propio... idolatrías.
—Resumiendo: amor a uno mismo y … al dinero. —asume Francisco, mientras Teresa asiente.
—La pregunta es ¿porqué el Padre está permitiendo que la confusión terrenal repercuta aquí de esta forma?
En ese momento la muralla tiembla, un ruido ensordecedor retumba en todo el purgatorio. El ataque de los condenados ha comenzado. Las puertas vibran ante las acometidas de afuera. El aire se vuelve pesado y eléctrico. Un griterío infernal hiela el ambiente y las almas que están purificándose en los ríos de Gracia, dejan de mirar al cielo, para girarse temerosas ante el estruendo. Los ejércitos celestiales reaccionan con fervorosas oraciones y se organizan a lo largo de toda la muralla, oponiendo especial fuerza en cada portón.
—¡Abrid, beatos santurrones! ¡Ha llegado la hora de hacer justicia! —entre el griterío y las ruidosas embestidas se adivinan los pensamientos de los invasores como un silbido escondido y profundo— ¡lleváis siglos engañando con vuestros inciensos y vuestras hipocresías, y ha llegado el momento de acabar con vuestra tiranía moral! ¡Habéis utilizado a Dios para vuestro provecho y nos habéis martirizado con vuestras incomprensiones!
El purgatorio entero tiembla. Los santos se miran unos a otros, buscando respuestas y seguridades. No pueden comprender el motivo de esta prueba de última hora a la que el Padre está sometiendo los cielos.
—¡El verdadero Dios ha cerrado el infierno al que vosotros nos habíais condenado. El Dios bueno nos perdona todo. Abrid, engreídos. El siglo de vuestra tiranía ha terminado. Vuestro infierno inventado al que nos empujasteis se acabó. Hemos estado vagando en la oscuridad sin rumbo, porque nos hicisteis creer que todo era pecado, que no teníamos solución, que era malo desear, luchar y amar. Pero el verdadero Dios ha venido a rescatarnos. Abrid las puertas, engreídos enemigos de la libertad!
—¡Ayuda! —Santa Juana de Arco grita apurada—¡Aquí, la puerta ha reventado!
A lomos de su inquieto caballo mueve su estandarte con fuerza, mientras un grupo de jinetes parece haber reaccionado y se acerca veloz colina abajo. San Benito y los suyos acuden al rescate y desmontan sin detener las cabalgaduras, con los hábitos al vuelo. Sin dejar de rezar se disponen a reparar la enorme grieta que ha rajado el portón norte, donde desemboca en el río de Gracia que limpia los restos de pereza en las almas salvadas.
Una mano condenada aprovecha la brecha para agarrar del pescuezo a un monje y gritarle a la cara:
—¡Nos encadenasteis a la culpa, nos llenasteis de temor a Dios, nos negasteis la felicidad en la tierra con vuestras purezas y oscurantismos. Pecados y moralismos nos atenazaron y nos amargaron la existencia y paralizaron nuestros sueños!
Los monjes acuden en ayuda de su hermano y mientras unos le arrancan de las violentas garras, otros tapan raudos el agujero. Benito anima al resto de los suyos a redoblar la intensidad de sus oraciones.
Los Jesuitas con Ignacio a la cabeza, sostienen con dificultad la puerta sur, donde desemboca el río de Gracia que sana la avaricia. San Jorge y San Juan de la Cruz guían las tropas carmelitas que sujetan la puerta central, a la que llega el río de Gracia que limpia la envidia. Todo el purgatorio está desestabilizado, el aire es irrespirable y el cielo plomizo y oscuro presiona las pobres almas, que en los ríos de Gracia, tiemblan agitadas.
Pero las almas bienaventuradas de los Santos claman al Padre con fuerza, ahogando el ruido violento que golpea las puertas de acceso al purgatorio y parece que poco a poco la embestida empieza a cesar. Desde lo alto de un monte San Agustín y Santo Tomás de Aquino, que habían estado observando las operaciones y discerniendo la situación, hacen una señal de alto a San Miguel y el arcángel cabalga por las puertas pidiendo calma.
Todos miran expectantes y comprueban efectivamente, que hay silencio al otro lado del muro. Parece que se han dado por vencidos de momento. Respiran aliviados y muchos se desploman al suelo, agotados. Agustín pregunta a Tomás con esperanza:
—¿Se habrán rendido, abandonan?
—No creo. No tienen donde ir. Si no pueden entrar aguardarán acontecimientos. Ellos y nosotros estamos en manos del Padre y ellos lo saben también.
Los demás llegan al improvisado puesto de mando para deliberar y esperar, mientras el arcángel Miguel recorre las murallas inspeccionando cualquier desperfecto.
—Lo que ha quedado claro es que éstos no vienen dispuestos a ingresar en el purgatorio, arrepentidos y compungidos por sus fechorías, sino a instaurar un nuevo orden celestial con sus normas y su sentido de la justicia. No buscan a Dios, sino que obedecen a su verdadero Padre. Continúan en su eterna confusión.
Tomás disipa las dudas que algunos tenían al respecto, pero se mantiene el gran interrogante: la intención de Dios al permitir esta sacudida en el reino de los cielos.
En ese momento una luz brilla a lo lejos y se acerca veloz hasta aterrizar con estruendo en lo alto de la muralla. Es San Gabriel. Trae órdenes. Todos esperan expectantes el mensaje divino.
—¡No temáis, El Padre conoce vuestro esfuerzo. Os pide que mantengáis la confianza. Sois parte del cuerpo de su hijo, sois parte de él mismo!
Las almas bienaventuradas recobran su luz más potente y todos se regocijan ante las palabras del arcángel, pero su discurso no ha terminado.
—Ahora… ¡Abrid las puertas!
La consternación se apodera de los moradores del purgatorio, los que están sumergidos en las corrientes purificadoras de los ríos de Gracia y los Santos bienaventurados que han descendido para defenderlo.
—¡No puede ser!
—¿Qué significa esto?
San Miguel ordena:
—¡Vamos, atrás!
El santo ejército se repliega hasta la primera línea de almas purgantes.
—¡Ahora se trata de defender cada tramo… cada alma!

Las siete puertas se pliegan lentamente hacia dentro entre crujidos y quejidos espeluznantes.

Las tinieblas rugen tras ellas…



“Por eso, también fueron éstos heridos de ceguera, como aquéllos a las puertas del justo, cuando, envueltos en inmensas tinieblas, buscaba cada uno el acceso a su puerta” (Sb 19, 17)

“Pues tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir. El hombre, en cambio, puede matar por su maldad, pero no hacer tornar al espíritu que se fue, ni liberar al alma ya acogida en el Hades. Es imposible escapar de tu mano. Los impíos que rehusaban conocerte fueron fustigados por la fuerza de tu brazo (…). El universo, en efecto, combate en favor de los justos” (Sb 16, 13)