Me gusta mirar a Jesús. A menudo cierro los
ojos y me lo imagino en su vida cotidiana. Casi podría decir que le espío, que
sigo sus pasos allá donde va y mi atenta mirada no deja escapar ningún detalle.
Miro, observo, aprendo, para luego intentar imitarle. Me gusta acompañarle
cuando trabaja en el taller. Me siento en una esquina para no molestarle y le
observo. Trabaja en silencio, pero de vez en cuando canturrea alguna canción de
Su tierra. Tiene siempre la mirada serena y da igual lo que haga: serrar,
lijar, pulir… Siempre lo hace con primor y cuidando al máximo los detalles. Es
un buen carpintero y le gusta lo que hace. A menudo cierra los ojos y tengo la
certeza de que está dando gracias al Padre. Jesús no sabe de perezas ni de
dejar las cosas para mañana; es cumplidor, lo que ahora llamamos un buen
profesional. Disfruto cuando llega algún cliente o amigo. Entonces, deja lo que
está haciendo y toda su atención se concentra en la persona que tiene enfrente.
Es afable, cariñoso y educado en sus formas. Me gusta cuando se ríe, tiene una
risa limpia y sincera. Cuando se queda de nuevo solo, vuelve a la faena y no es
raro que una leve sonrisa aparezca en Su rostro. Es feliz.
Me gusta verle con
su familia y amigos. Es alegre y participa en fiestas y reuniones familiares
con los demás. Es siempre bueno y comprensivo con todos, y es por eso que se le
acercan a contarle confidencias y preocupaciones. Para todos tiene respuesta amable
y certera y, sobre todo, para todos tiene mucho amor. Está claro que lee en los
corazones de cuantos le rodean, y no juzga, precisamente porque sabe lo que hay
en ellos. Dispuesto siempre a compartir con los suyos cualquier alegría, o
cualquier tristeza. Me encanta Su mirada, tan tierna, tan compasiva, tan
rebosante de Amor. Me gusta observarle cuando predica, cuando
espontáneamente se forma un grupo a su alrededor y comienzan a plantearle
diferentes cuestiones. A veces, es Él quien saca un tema y regala a cuantos le
escuchan, sus sabias palabras. Su voz es clara, dulce y firme al mismo tiempo.
Habla con seguridad, como lo hace quien se sabe poseedor de la Verdad. No me
gusta menos observar a quienes Le escuchan, tan atentos todos, sus ojos
clavados en el Señor y ansiosos por comprender su Palabra y aprender de ella.
Jesús responde siempre con amabilidad, y cuanto más humilde se manifiesta una
persona, con más respeto se dirige a ella. Es cierto que para Él todos somos
iguales, somos sus hermanos y nos conoce bien.
Pero cuando más me
gusta ver a Jesús es cuando ora. Allí, en su montaña, alejado de todo, en
silencio y en comunión absoluta con el Padre. Es entonces cuando su rostro se
transforma y es tal la serenidad y la paz que transmite, que sólo con mirarle
siente uno la necesidad de recogerse también en oración. Silencio. Silencio.
Miradle. Sólo ahí podemos encontrarnos con el Padre, sólo en el sagrado
silencio podemos escuchar los susurros del Espíritu Santo iluminándonos,
guiándonos con cariño, mostrándonos el camino que debemos seguir. Silencio.
Recogimiento. Y a través de él, deshacernos de cuanto estorbe en nuestra mente
y nuestro corazón, de todo aquello que nos impida pasar un rato con Él.
Abandono. Darnos por completo, ofrecer cuanto somos, cuanto tenemos, para que
Él saque provecho de nuestra ofrenda en favor de otros. Dejar que sea su
Voluntad la que se cumpla en nuestra vida -la Suya, no la nuestra-, con
confianza plena. Comunión. Unión íntima y sagrada con el Amor que todo lo
puede, ese estado en el que todo es perfecto, nada falta, nada sobra.
Agradecimiento. Sí, agradecer continuamente al Padre todos los dones que nos
ofrece y de los que a veces, no somos conscientes.
Sé que todo eso hace y siente Jesús cuando ora. Por eso está todo Él lleno de Amor, y lo transmite allá por donde pasa. Sí, me gusta ver orar a Jesús, e intento hacer como Él. Y en silencio y recogimiento abandonarme por completo para llegar a unirme con Dios Padre.