COLABORADOR INVITADO:
P. Fernando Pascual Aguirre de Cárcer, L.C.
Hablamos casi habitualmente de la paz como si hubiera una sola manera de entenderla, cuando lo más correcto sería hablar de “las paces”, en plural.
Porque una cosa es la paz del derrotado, de quien se rinde aplastado ante las armas del vencedor, y otra es la paz de un acuerdo justo y respetuoso de dos partes que antes estaban en conflicto.
Porque son muy distintas la paz del conformista que acepta por miedo o por conveniencia plegarse a las amenazas de los prepotentes, y la paz que se consigue gracias a la desarticulación de las bandas criminales.
Porque no tienen nada que ver la paz comprada con sobornos y la paz construida desde negociaciones bien llevadas y con un auténtico respeto de los derechos fundamentales de las partes implicadas.
Porque es muy frágil cualquier paz que olvide a las víctimas inocentes, mientras que la paz más profunda y auténtica se construye desde la atención a quienes han sufrido daños en sus bienes, en sus cuerpos y en sus corazones.
Porque una paz que no nazca del perdón, como recordaba Juan Pablo II en su mensaje para la Jornada mundial de la paz del año 2002, no es una paz sana ni duradera.
Porque las paces que se basan en el cansancio de los combatientes pero no en la conversión de los corazones llevarán un día más o menos cercano al resurgimiento de conflictos y de muertes.
Porque, en definitiva, hay paces que dejan los odios encendidos, en las que las armas guardan un silencio inseguro y frágil, mientras que otras paces unen en la concordia a los hombres y mujeres que antes vivían enfrentados.
No podemos hablar, por lo tanto, simplemente de paz en singular, sino en plural. Como tampoco podemos contentarnos con cualquier paz, por más que sea alabada por políticos, periodistas o intelectuales.
Sólo hay paces sanas, buenas, justas, donde el fin de la violencia está acompañado de medidas concretas para sanar heridas y para ayudar concretamente a las víctimas inocentes; donde quienes están manchados con delitos nefastos pagan sus deudas a la sociedad y dan pasos concretos para pedir perdón; donde los gobernantes renuncian a reivindicaciones injustas y comienzan, en serio, a salvaguardar los derechos fundamentales de todos.
Necesitamos paces sanas, buenas, verdaderas. De este modo, pueblos y naciones superarán la lógica del odio y de la violencia, y avanzarán hacia la concordia, la justicia y el auténtico progreso humano.