¡Qué poco confiamos en Dios! Si lo hiciéramos, si de verdad nos creyéramos que no hay nada mejor para nosotros que el proyecto que nos tenga reservado, nos abandonaríamos por completo a Él, le dejaríamos hacer, aceptaríamos cuanto ocurriera en nuestras vidas (aunque fuera aparentemente malo) sabiendo que es lo mejor para nosotros. Aunque no consigamos comprenderlo.
En realidad, no se trata de comprender sino de aceptar. De aceptar su Voluntad por encima de todo. Pretender entender, con nuestra limitada inteligencia y torpe entendimiento, los designios del Padre no deja de resultar ridículo si uno lo piensa bien. Aceptar. Ese es el quid de la cuestión. Aceptarle a Él, aceptar que hurgue en nuestras vidas, que nos lleve de aquí para allá, que nos moldee aunque nos duela, que de vez en cuando nos tire cariñosamente de las orejas. Aceptar, en definitiva, su Quehacer (así, con mayúscula) en nuestro quehacer diario.
Me parece que en cierto modo, es cuestión de tomar distancia. Cuando miramos algo muy de cerca, dejamos de ver lo que le rodea, perdemos la perspectiva, nos alejamos del conjunto. Eso es lo que nos pasa en nuestras vidas, tan centrados todos en nuestros problemas diarios (ese encargo que no terminan de hacerme, qué será de mi hijo allá tan lejos, se ha levantado con mal pie y no hay quien la soporte, qué pereza hoy levantarme con lo poco que me apetece ir a trabajar) que no sólo perdemos irremediablemente la perspectiva correcta sino, con frecuencia, también el norte.
Pienso en casos concretos, esos que nos afectan directamente, que alteran nuestras vidas, que las ponen del revés. Aceptar la muerte de una madre, de un padre, de un hijo. ¡Qué más terrible puede haber que eso! ¿Tiene algún sentido esa muerte para nosotros? Tal vez no, si la miramos con ojos humanos. Pero alejémonos, tomemos distancia, intentemos -aunque nos cueste- mirar el asunto con los ojos de Dios. Con los ojos de Quien va a recibir a ese ser querido que parece se aleja -¿para siempre?- de nuestro lado. Es humano el dolor y así tenemos que aceptarlo. Y jamás conoceremos por qué Dios elige un momento cualquiera y no otro, para llevarse a su vera a una persona. Simplemente, hay que aceptarlo. Aceptación.
Qué fácil se dice o escribe, qué difícil a veces llevarla a la práctica. En realidad, es como un salto al vacío, confiando en que abajo esté siempre el Padre recogiéndonos en sus brazos. Abajo o arriba, depende de cómo se mire. De Dios venimos y a Él volvemos. Del Amor nacemos y al Amor regresamos. Y si fuéramos plenamente conscientes del significado de estas palabras, incluso la muerte dejaría de dolernos, y no sería un adiós el que ofreciéramos a nuestros muertos sino un sencillo “hasta luego”. Un “a Dios” verdadero.
Aceptar la enfermedad y el dolor y el sufrimiento. Y no sólo aceptarlos, sino dar gracias a Dios por ellos y convertir una mueca de dolor en sonrisa, en agradecimiento. Qué privilegio poder llevar durante un rato la Cruz que el Señor arrastró durante horas en mitad de insultos, ofensas y vejaciones. Sí, descargarle por una décima de segundo de su peso, ofrecérselo como regalo para que Él lo utilice en provecho de otros.
Aceptar. Aceptar lo que Él tenga a bien enviarnos, sabiendo que jamás nos mandará lo que no podamos humanamente soportar. Y sabiendo que, incluso en los momentos de máxima desesperación, de pérdida de total de la esperanza, Él estará siempre a nuestro lado.
Hoy, Padre, te pido que me ayudes a confiar plenamente en Ti. Espíritu Santo, inspírame, susúrrame al oído las palabras que me recuerden que jamás me soltaréis ni me dejaréis solo. Jesucristo, no dejes de enseñarme con tu ejemplo. Hoy, Dios mío, confío más en Ti