—¿No vienes?
Todos han partido detrás de San Miguel hacia las regiones más inferiores del purgatorio para frenar el asalto de los condenados, pero San Agustín se queda rezagado y observa en una de las estancias de palacio, una bella figura de largos cabellos dorados, enfundándose una cota de malla. Las delicadas y blancas manos de Santa Juana de Arco se mueven ágiles y decididas pertrechándose para la batalla:
—Sí, voy. Pero antes tengo cita en otro sitio. Adelantaos, me reuniré con vosotros a tiempo.
—No te retrases. Necesitamos todas nuestras fuerzas. Ya sabes que el asunto es grave.
Juana asiente con una leve sonrisa confiada. La mística guerrera siente en su interior un inquietante y lejano rumor y no dejará de enfrentarse a él, pero antes quiere estar presente en un especial acontecimiento.
Entre las columnatas del palacio aparecen las suaves crines de un caballo blanco… esbelto, fuerte, elegante. Juana salta sobre él como si tuviera alas y sale al galope. El sonido de los cascos, la respiración agitada del jumento, la gracilidad de su galope… libertad, potencia, grandeza.
Juana frena su montura y entra al trote en la frontera. Los que están reunidos allí se apartan con serena complacencia ante la bienaventurada doncella. La santa niña desmonta y se acerca a San Rafael.
—Bienvenida. Te esperaba.
—No podría estar en otro lugar.
—Está a punto de llegar.
—No he venido por mí, sino por él.
—Lo sé.
El Arcángel es el guardián de la frontera. Es el catalizador de la reparación necesaria para las almas que se purifican en el purgatorio. Es el regulador de los siete ríos de regeneración espiritual donde las almas se despojan del lastre de impurezas provocadas por los siete pecados capitales. En cada río predomina la medicina para lavar un pecado y a lo largo del tiempo que pasa el alma en el purgatorio, va regenerando y purificando sus heridas en contacto con estos ríos de Gracia. En las regiones inferiores es como un fuego devorador, en las regiones más cercanas al cielo, es más como un agua refrescante. Los familiares, amigos y personas que fueron importantes en la vida del alma que llega regenerada, le esperan y le dan la bienvenida al cielo entre fiestas y alegrías por la total reparación de sus culpas, para pasar a gozar en plenitud de la presencia gloriosa del Padre.
Juana ha llegado a tiempo para recibir a Pierre Cauchon, el obispo que la condenó a muerte. El sacerdote que llevó el proceso que desembocó en la quema en la hoguera de la doncella, llega en un río de luz y se produce el emocionado contacto visual con su víctima. En ese momento alguien en la vida terrenal hace una oración por las almas del purgatorio y es el empujón que arroja al obispo a los brazos abiertos de la joven. Entre lloros de alegría, el obispo se derrumba a sus pies, mientras ella le sostiene y le levanta conmovida. Las gentes que esperaban su llegada se abalanzan sobre él para abrazarlo y besarlo, mientras la doncella de Orleáns se separa delicadamente de su perdonado juez. El cielo entero retumba y resuena de alegría y los ángeles se lo llevan para presentarlo ante el Padre y el Hijo.
Juana y Rafael quedan en silencio satisfechos y plenos. En ese instante una voz llega de lejos:
—¡Juana!
El enorme arcángel y la pequeña doncella se giran ante el lejano reclamo. Un monje avanza corriendo ágil y veloz. Es Bernardo de Claraval, que al llegar ante la pareja celestial les saluda con alegría y entusiasmo:
—Gabriel me acaba de informar del asunto. ¿Vas hacia abajo?
—Sí. Aquí he acabado.
—Me voy contigo.
—De acuerdo. Adiós Rafael. Vigila la frontera, pero no nos pierdas de vista.
—Descuida. Si me necesitáis bajaré de inmediato.
Juana sube a lomos de su caballo y le ofrece su brazo a Bernardo que se iza con la misma facilidad que ella, a pesar de que debajo de su hábito se asoma una brillante coraza de acero. Parten al galope mientras Rafael se prepara para recibir en el cielo a una nueva alma regenerada.
—Dime Bernardo: ¿de verdad crees que las almas que intentan introducirse en el purgatorio están arrepentidas y tienen una prostera oportunidad de salvación?
—Sólo Dios lo sabe. No sabemos si de verdad sus almas están arrepentidas y vienen para ser ingresadas en los ríos de purificación o son una fuerza invasora para destruir y corromper el reino de los cielos. El maligno ha sentado en el banquillo de los acusados al Padre. Es el responsable último de todas las desgracias. El Papa, la iglesia, el padre, el profesor...toda autoridad está bajo sospecha y se ataca desde todos los flancos.
—¿Una cruzada de los condenados?
—Podíamos llamarlo así.
Han llegado al estrato más bajo del purgatorio. El brillante ejército de santos está acampado en un valle dónde apenas llega la luz divina. Juana y Bernardo desmontan y se dirigen hasta la posición de Miguel. El Arcángel los saluda mientras da órdenes a un grupo de carmelitas.
—¿Cuántos son?
—Vedlo vosotros mismos.
Juana y Bernardo inician la ascensión por la colina hasta llegar a la cima. Agachados, observan con cuidado el desembarco de los condenados y… se estremecen. Hordas de espíritus, millares de almas oscuras, un ejército bien organizado y decidido está acampando en la orilla sur del purgatorio. Las siete puertas de los siete ríos de Gracia están cerradas y las murallas son inaccesibles, pero ante tal magnitud de almas, nada es seguro.
Ambos se desploman abrumados de espaldas sobre la colina.
Llegado este momento Bernardo se siente algo inquieto:
—¿Cómo Dios permite esto?
—Tendrá sus motivos.—Juana se mantiene firme.
—Son muchos.
—Sí, pero nosotros más
—Son poderosos.
—Nosotros más.
Silencio.
Bernardo mira a Juana sin levantarse:
—Ganaremos las batallas que el Padre quiera que ganemos. Estamos en su reino. Ven, Reunámonos con los demás.


“Pues también nosotros fuimos en algún tiempo insensatos, desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros. Más cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo”
(Tm 3, 3)