Nos conocimos una mañana de martes a eso de las dos del mediodía. En realidad no recuerdo ni el día ni la hora. Quiero decir con esto que nuestro encuentro no fue gran cosa. Nos miramos por encima del hombro, y durante días nos hicimos los duros con chulerías y miradas de gallitos que luchaban por hacerse con el palo mayor de la redacción del Semanario Alba. Altozano era corrector, y yo Jefe de Sociedad. Hoy yo no soy jefe de nada, y aquel corrector es el director del periódico. Pero lo mejor no es que me adelantase por la izquierda como el más listo de la clase. Lo mejor es que ya no somos compañeros. Ni siquiera somos amigos. Cuando nos saludamos lo hacemos con un “hermano”.
Altozano se las da de puesto en política, cuando en realidad es probable que no sepa el nombre de ningún ministro y su cartera en el último Gobierno. Este tipo es un enamorado de la aventura de conocer, pero conocer cosas interesantes, de las que te marcan para toda la vida, y no el Gobierno de turno del que nó se acuerda ni su tía. Solo uno de ellos podría haberse ido de vacaciones a Beirut en plena guerra de Líbano con Israel. Era el año 2006. Dice que estuvo muy cómodo, ya que era el único cliente del hotel. Me lo creo por su afán de silencio e introspectiva. Lo que no entiendo es que él no entendía por qué para entrar al país del cedro que ardía en llamas por todas sus ramas, no había tráfico, mientras a la salida todo eran prisas.
Pero lo que más dice de este tipo auténtico como pocos, es aquella en que no se qué asociación de feministas catalanas concedió al Semanario que él dirige el premio limón por su marcada línea anti feminista... o algo así. Me hubiese gustado ver la cara de las presentes cuando en aquella ceremonia de entrega de premios, en pleno aquelarre feminista-nacionalista, Altozano hizo acto de presencia, subió al estrado, y apagó la hoguera en la que le iban a incinerar vivo de un solo soplido. Agradeció a todas el honor que se le hacía y mientras, las más sensibles, escondían sus escobas bajo las mesas al mismo tiempo que sentían envidia de aquella que le pusiera una mano encima.
Su peor faceta es la de buscar alojamiento. Si te vas de viaje con él, ocupaté tú del hospedaje. La noche más infame de mi vida la pasé con él en un hostal de Lisboa, una noche enero, en una habitación cuya ventana no cerraba, en cuyo baño no había agua caliente y en cuyo sofá dormían -al mismo tiempo que veían la tv- una familia de rumanos que nos miraban acongojados de que nos hubiésemos atrevido a meternos allí. Yo creo que no nos hicieron nada porque pensaron que si lo habíamos hecho, éramos más peligrosos que ellos. La frase de Altozano al llegar a Lisboa, fue: “Conozco un sitio donde dormir”. Su resumen de la experiencia, unos días más tardes: “Fue como haber dormido en una parada de autobús”.
Durante casi doscientas semanas seguidas ofreció al mundo, a través de la contra de Alba, la oportunidad de hablar de Dios con un interlocutor poco ducho en Teología, en conversaciones amenas, terrenales, de perfil bajo que diría Valdano, y precisamente por eso, haciéndolas asequibles para los hombrecillos de la Tierra.
De aquellas doscientas, don Julio Ariza, alma, cuerpo y cabeza de Intereconomía, le propuso seleccionar las mejores y meterlas en un libro, y de ahí ha nacido este genial No es bueno que Dios esté solo, editado por Ciudadela.
Es genial. Me ha encantado. Entrevistas cortas de todos los colores escritas en el idioma del tío de hoy en día, hablando de Dios, de su dulce compañía, y de la tristeza que da el no verle, y de la alegría que supone su acción en nuestra vida.
Lo recomiendo con entusiasmo. Es un libro excelente para regalo, “con letra grande, para que lo lean bien los más mayores”, me decía Gonzalo.