Hace algún tiempo, sostenía una conversación con una chica de unos 30 años de edad, profesional y bien formada, con la cual realizaba un cierto acompañamiento espiritual. Esa vez me comentaba preocupada sus problemas con la masturbación. Recuerdo que le dije: "¿Y qué te aconseja tu confesor al respecto? Ella me contestó: "mira, algún sacerdote me comenta que no le dé ninguna importancia, ¡y hay otro que me dice que puedo ir al infierno". Yo, (un poco alucinado, la verdad), le expresé lo lejos que me sentía de ambas opiniones.
Poco a poco, y a través de muchos otros ejemplos semejantes, que no tengo tiempo de comentar aquí, fui dándome cuenta de la enorme brecha que existe en la Iglesia. Cuando uno lee literatura espiritual o teología, se hace igualmente visible esta diferencia entre el modelo de cristianismo que defienden unos y otros. Dicho sea de paso, no hay más que echar un vistazo a los comentarios generados por este blog, para percibir nítidamente aquello de lo que estoy hablando.
Simplificando mucho, podemos decir que los posicionamientos son básicamente dos: por un lado están aquellos cuyo máximo deseo parece ser la vuelta a lo que ellos denominan "catolicismo tradicional". Sin entrar en lo que cada uno entiende por eso, tal vez podríamos concluir, que se trataría de un retorno al modelo estructurado en la Iglesia, básicamente a partir del Concilio de Trento y puesto el día en el Vaticano I. Los sostenedores de dicho planteamiento tienden a considerar, sin embargo, que se trata del "catolicismo inmutable", que vendría así dado desde la época apostólica hasta el concilio Vaticano II, quien, con su acercamiento a la modernidad, acabaría pervirtiendo muchos de los aspectos esenciales de dicho catolicismo, dando lugar a la crisis de identidad y valores que padece la Iglesia de hoy en día. Presenta un planteamiento teológico escolástico, una concepción humana bastante pesimista y realza como puntos supremos la autoridad y la obediencia. Tiende a considerar esta vida como “una mala noche en una mala posada” y, por consiguiente, no le parece muy importante en cambiar la sustancia de un mundo que es básicamente malo y destinado a pasar. La salvación eterna no está ni mucho menos asegurada. La moral es lo esencial.
Del otro lado, parece estar una corriente fuertemente influenciada por el humanismo y los avances de las ciencias sociales. Esta concepción vendría a considerar necesaria una revisión muy profunda de la fe cristiana, con el objetivo de "limpiarla" de todas las adherencias de tipo cultural, filosófico y político que se le han ido pegando a lo largo de los siglos, para intentar así descubrir la verdadera "esencia del cristianismo" y presentarla a los hombres de hoy de forma atractiva y comprensible. Considera al catolicismo tradicional como una especie de nueva Ley Mosaica, que hay que ir superando, y da una gran importancia a la liberación y realización personales del individuo y al cristianismo como elemento transformador de la sociedad. La conciencia está por encima de la obediencia. La salvación eterna está garantizada para todos (o casi), por la misericordia de Dios. El “compromiso” es lo esencial.
Obviamente, sé que acabó de describir dos estereotipos, dos caricaturas en las que probablemente nadie se reconocerá, pero en el fondo me parece que reflejan con cierta claridad lo que quiero expresar. Ambos movimientos tienen su centro y sus extremos. En estos últimos podemos encontrar propuestas tan dispares que difícilmente podrían ya reconocerse como pertenecientes a una misma religión.
La evolución de ambas corrientes, y su repercusión en los aspectos más cotidianos de la vida de la Iglesia, como la espiritualidad o la pastoral podría perfectamente ser objeto de una tesis doctoral. Por supuesto no es eso lo que pretendemos hacer aquí; simplemente señalar una situación de facto: cuando uno se encuentra con un católico de quien no tiene ninguna referencia previa, se hace imprescindible un tiempo de "tanteo", para saber a quién tenemos delante y cuál es la forma más correcta de expresarnos delante de él. Esto incluye tanto a los laicos como a los sacerdotes. Déjenme incluir un ejemplo ilustrativo: cuando hablo con algunos curas amigos de temas relacionados, por ejemplo, con el control de natalidad y el uso de métodos naturales, hay quien considera seriamente la conversación, y quien, con un cierto aire de broma comenta: "¡esas cosas hay que superarlas ya, hombre!". Un miembro de mi comunidad me comentaba como al tocar con su confesor cualquier tema relacionado con la sexualidad, éste le reñía: ”¡Eso no hace falta decirlo, pertenece a la intimidad de cada uno y ya está!". Por el otro lado, me quedo admirado de cómo ciertos planteamientos del catolicismo más tradicional, que creía superados para siempre, surgen de nuevo y en personas muy jóvenes. Así, el lenguaje condenatorio y radical que emplean algunos de los visitantes de este blog y otros, me deja francamente perplejo.
Por eso, no me pregunten por mi posicionamiento. Acepto cosas de ambas visiones, otras las rechazo de todo corazón. Estoy en el medio, o, mejor dicho, no estoy en ninguna parte.
Para mí la gran pregunta es: ¿cómo unir dos extremos tan opuestos? Tengo que confesar que carezco de la formación y sabiduría necesarias para dar una respuesta efectiva. Lo más que puedo hacer es señalar con humildad una serie de propuestas que yo creo que apuntan en la dirección correcta. Son cinco. Ustedes opinarán:
1ª) Aceptar que nos encontramos ante un Misterio: no podemos saber todo sobre Dios. Él nos ha dado unas normas suficientes para saber cómo tenemos que emplear nuestra vida y en qué, pero no debemos pretender una seguridad absoluta en todo que excluya nuestra individualidad y nuestra creatividad de personas libres. ¿Quién tiene razón? Sólo Él puede decirlo.
2ª) Dialogar y conocer. Me preocupa profundamente la cerrazón de algunas de los movimientos y corrientes más numerosos del catolicismo: parecen no querer saber de nadie, no poder aprender de nadie, no necesitar a nadie. Hay que escuchar y no hay que tener miedo a decir lo que uno verdaderamente piensa.
3ª) Aceptar la diversidad. Aunque a algunos les cueste admitir esto, el que yo tenga razón no significa que tú te equivoques si piensas distinto. Sólo el Señor ve el cuadro completo; los seres humanos sólo percibimos fragmentos. Por supuesto que debe haber criterios comunes en lo esencial, pero no hay problema en admitir que dentro de la Iglesia caben corrientes muy diversas. En los primeros siglos del cristianismo fue así, y no supuso un escándalo para nadie.
4ª) Potenciar el papel del Magisterio. Es preciso, más que nunca, considerar el papel del ministerio de la unidad, y también la obediencia al papa y a los obispos. Esto me parece fundamental. Ahora bien, la Jerarquía debe aceptar también la diversidad y el diálogo libre en su interior, y efectuar un discernimiento muy claro entre lo que es esencial y lo que no, para sostener posturas lo más tolerantes, matizadas y comprensibles que sea posible.
5ª) Centrarse, precisamente, en lo esencial: “Que no se trata de hablar mucho, sino de amar mucho”, decía Santa Teresa. ¿No nos llama Jesús a tener una relación de amor y confianza con el Padre? ¿No nos llama a usar misericordia con los demás? ¿No nos llama a anunciar la Buena Noticia de su Reino?
¿No estamos perdiendo, entonces, demasiada energía en cosas de tercero, o cuarto orden, o en simples bobadas?
Si, por el bautismo, ingresaste en la Iglesia, si comulgas el mismo Cuerpo de Cristo, si amas al Señor y esperas en la Vida Eterna, si intentas amar al prójimo como a ti mismo, ¿No eres acaso mi hermano? ¿No puedo sentarme y hablar contigo? ¿No puedo amarte y aprender algo de ti?