En relación a un comentario aparecido en mi anterior artículo, creo conveniente hacer algunas aclaraciones al respecto.
El problema radica en que, dada la situación actual y lo que nos ha traído hasta aquí, la quiebra de Grecia no es una cuestión de libre elección. En economía, igual que en física, cuando se incumplen sus leyes fundamentales siempre hay una ineludible consecuencia. Se mire como se mire o nos lo queramos creer o no, es completamente inevitable. Los Estados no pueden alterar las leyes de la economía al igual que no pueden alterar la ley de la gravedad. Eso sí, pueden bajar el telón y hacer creer que la función ha terminado cuando la acción sigue entre bastidores. Ahí tienen ustedes lo sucedido esta semana.
¿Por qué no se puede ayudar a Grecia como se ayudó a Alemania en 1945? Las ayudas que recibió Alemania al final de la II Guerra Mundial provenían de un país (EEUU) que tenía unos niveles de producción muy considerables –no voy a entrar en el porqué los tenía, pero los tenía-. Aquellos americanos aún ahorraban y podían prestar. Además, Alemania recibió la ayuda después de la quiebra total de su sistema económico –por cierto, la más devastadora de la historia que aún explica la aversión de los alemanes a la inflación-. Lo que llevó a Alemania a esa quiebra fue, primero, el endeudamiento descomunal contraído durante la I Guerra Mundial; segundo, en lugar de suspender pagos, imprimieron billetes de manera abusiva con la consiguiente hiperinflación; y tercero y como consecuencia inmediata de las dos anteriores, en un ataque inusitado de arrogancia colectiva y renuncia a los principios morales más elementales, auparon al poder a un chimpancé llamado Adolf Hitler. Y por cierto, después de la debacle sólo una parte de Alemania recibió ayudas. La otra parte fue invadida y sometida al comunismo por la URSS. No salieron de aquella crisis hasta 1989 y sólo lo hicieron aquellos que no murieron asesinados intentando saltar el Telón.
Ahora, que Grecia reclame daños por la II Guerra Mundial porque Alemania recibió ayudas en aquella situación es inoportuno y elude el fondo de la cuestión. Primero, si todos los países se ponen a reclamar “deudas históricas” no acabamos ni el día del Juicio Final. Segundo, el problema de Grecia no es de financiación sino de falta de productividad y exceso de gasto. Además, trasciende con mucho las fronteras de Grecia. Los países occidentales hace años que dejaron de ahorrar y están completamente sobre endeudados. Recuerden que sólo seis países de la UE cumplen los niveles de endeudamiento del Pacto de Estabilidad, que tampoco cumplen los dos gallitos del corral por mucho que cacareen. El dinero de las ayudas a Grecia ya no puede proceder de ningún ahorro ni de ningún impuesto. Cualquier ayuda proviene de más endeudamiento o emisiones de papel moneda que, de seguir por este camino, provocarán una quiebra inflacionista. Y, como demuestra la historia, este tipo de quiebra es mucho peor, más injusta e inmoral que una suspensión de pagos.
Tampoco podemos caer en el error de calificar a cualquier griego o a cualquier persona de un país en quiebra de “víctima inocente”. Los hay que sí y los hay que no. En Grecia, y en el resto de Europa, hay niveles de responsabilidad para repartir. Por lo tanto, si la quiebra es inevitable, la cuestión ya sólo estriba en el método más justo para ejecutarla.
Una suspensión de pagos sería, por ejemplo, tan severa como justa con algunos banqueros. Los que se han dedicado a comprar cantidades ingentes de deuda pública sabían, o tenían la obligación de conocer, que en toda inversión hay un riesgo. ¿Por qué hemos de admitir que los gobiernos intervengan para que algunos banqueros escapen al veredicto del mercado? Ahí lo tienen. Grecia dejará de pagar el 50 % de su deuda pero los banqueros afectados serán rescatados. La solución aplicada por la UE es algo así como perdonarle las deudas a un ludópata y ayudar a sus acreedores para que le reabran las puertas del bingo.
Ahora, los banqueros, por mucho que nos pese, no tienen menos responsabilidad que una persona que se haya endeudado muy por encima de sus posibilidades para consumir a lo loco; o un funcionario que sabe de sobra que su “función” no es necesaria y debía haberla abandonado hace tiempo para hacer algo productivo; o un jubilado que no cotizó, tampoco ahorró y dejó que fueran los demás quienes velaran por su bienestar futuro; o el sindicalista que vive del sindicato subvencionado y no defiende más interés que el suyo propio; o la maestra de inglés que después de dos años “enseñando”, sus alumnos desconocen los pronombres personales; o el inversor, el promotor o el concejal que se ha dedicado a inflar artificialmente el precio de las cosas; o el “ingeniero” que, en lugar de “ingeniar”, vive de trámites innecesarios al abrigo de la ley de atribuciones; o el trabajador que, beneficiado por una ley laboral enfermiza, se dedica a parasitar a su empresa para que le echen “improcedentemente” con una suculenta indemnización; o el policía, el juez y el jurista que han hecho de la penalización de algunos vicios –que no delitos- su particular negocio; o el médico que dejó de reciclarse y sabe que lo único que le mantiene en el puesto es un sistema de oposición obsoleto; o el “empresario” que abusa de los precios al abrigo de privilegios monopolísticos y de sus “contactos” en un régimen intervenido hasta la médula; o el farmacéutico que le ha importado un comino el cómo financia el Estado las recetas y que además disfruta del beneficio según el cual y por haber nacido antes, otros licenciados más jóvenes no podrán abrir una farmacia cercana para hacerle competencia; o el político que conocía todos estos desmanes pero mantenerlos le reportaban votos. Miren a su alrededor y verán que estos y otros muchos ejemplos no identifican a cada una de las personas que cito, pero tampoco son fruto de mi imaginación.
Todo esto son ineficiencias que reducen la productividad final de todo el sistema económico. Los griegos, los españoles y muchos otros europeos han vivido en la ilusión de que se puede consumir sin producir en consonancia con esos niveles de consumo, y que el Estado nunca quiebra. Claro, era una ilusión muy bien remunerada con deuda. Ahora, lo correcto es que cada persona asuma su grado de responsabilidad y acepte su parte de las consecuencias. Buscar chivos expiatorios y sin atender a la particularidad de cada caso sería regresar a esa Europa de entre guerras. ¿Volvemos a imprimir billetes como en la República de Weimar? Y cuando venga la inflación para empobrecer a todos de manera generalizada, ¿a quién le echamos esta vez la culpa? ¿Buscamos otro chimpancé para auparle al poder o ya lo hemos encontrado?
Admitámoslo, todo el mundo no es bueno y en una suspensión de pagos ordenada cada uno recibiría su parte correspondiente de responsabilidad. ¿Duro? Sí, pero más honrado y ejemplarizante que el resto de las opciones a mano. Más aún cuando las leyes de la naturaleza –y las de la economía lo son- establecen que cualquier otra opción es más infame.