Curioso que en el corto plazo de una semana, la banda de facinerosos llamada ETA nos haya hecho verter las lágrimas dos veces, esta vez sin matar, y sin embargo, unas lágrimas y otras tengan tan poco que ver, abarcando todo el espectro que va desde la soberbia hasta el amor, desde la ignominia hasta el honor, desde la impostura hasta el dolor más auténtico y profundo.
Primero vimos llorar a una masa de hombretones, -hay quien se pregunta si llevaban escondida una cebolla-, desde López hasta Rubalcaba, con unas lágrimas cuya indisimulada pretensión era cobrarse el premio: el premio debido a unos “desvelos”, según los quieren hacer aparecer ellos, que les habrían obligado, por el bien de la ciudadanía, a desayunarse con lo que ellos quieren hacer aparecer como “sapos”, cuando, en realidad, lo único que hacían era contar votos(1). Y todo ello mientras, -según ellos, siempre según ellos- una parte de dicha ciudadanía, malvada y “vengativa” (esta villanía ha llegado a pronunciarla un señor muy respetable y encorbatado de la escena política española) se negaba a reconocérselos: precisamente los que, según ellos, más agradecidos debería estarles, las propias víctimas.
Los que hayan acudido ayer a la manifestación de las víctimas del terrorismo han tenido ocasión de escuchar las lágrimas del dolor, las de verdad, las que no reclaman ningún premio, sino que sólo expresan la pena y la tristeza en su estado más humano y más auténtico: las lágrimas de una madre, Toñi Santiago, que vio cómo el techo de su casa caía sobre su hija matándola, a causa de una bomba colocada por los que “con tanta emoción” hacen llorar a otros porque, encapuchados y por enésima vez, “prometen por Snoopy” no volver a hacerlo. Una madre que en el momento aciago, se negaba a abandonar el escenario de la carnicería, y que luego, cantaba nanas y rezaba oraciones al oído de una niña que, si no había muerto ya, estaba en sus últimos estertores. Al solo objeto de que no se sintiera sola en los últimos instantes de su vida, y le acompañara la voz y el aliento de su madre al disponerse a dar el duro paso que es el abandono de este mundo. Todo ello, en pago del odio acumulado por un canalla sin dos dedos de frente que hoy, fíjense Vds. lo que son las cosas, hace “llorar de emoción” a algunos a los que, sin embargo, no hemos visto llorar jamás cuando de los funerales de las víctimas se trató. Y eso cuando se dignaron asistir.
Avergüenza un sistema político, avergüenza una casta política, avergüenza una sociedad, que es capaz de conmoverse ante las lágrimas del primer sujeto, blandengue y presuntuoso, hipócrita y afectado, que a su vez se conmueve por una promesa llena de trampas realizada por un asesino en serie, y apenas es capaz, en cambio, de sentir otra cosa que fastidio e incomodo ante las lágrimas de una madre que sólo clama justicia por el asesinato de una niña que es su hija.
Todo ello no sólo no es moral, no sólo no es humano: es antinatural, porque no lo hacen ni los animales. Pero son los efectos que en una sociedad puede llegar a producir, en unos el miedo, y en otros, aún más fríos y calculadores, aún más perversos, la oportunidad que les da el miedo ajeno de obtener réditos en beneficio propio.
Transcribo aquí para Vd. (aunque yo le recomiendo que mejor lo escuche) los últimos minutos del discurso de Toñi Santiago, Madre Coraje, durante la manifestación de anteayer sábado en Madrid, cuando hacía el relato de la injusta y desgarradora muerte de su hija:
“Silvia enciende el ordenador para enseñarle a su primo el baile que bailará el día de la patrona. Disfruta bailando en la habitación, enseñándole a su primo Borja los pasos del baile. En unos instantes todo se vuelve oscuro, todo se mueve. “¿Qué pasa Santos? ¿Qué pasa?”, le digo a mi hermano. Cuando logro ver, siento cómo la sangre me recorrer el rostro. “Mamá, mamá”, me llama mi niña. Comienzo a buscarla, no la encuentro. “¡Santos!”. “¡Aquí, aquí está, Toñi!”. Sólo veo sus ojitos. Empiezo entonces a quitarle escombros de encima. “¡Dios mío, no puedo verla!”. “¡Socorro, auxilio, por favor, mi niña está muerta!”. Suben dos compañeros. “¡Toñi, está viva! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Hay otra bomba!”. “¡No, mi niña se muere, dejadme, iros vosotros!”.
Uno de los guardias me quita a Silvia de los brazos, sale corriendo con la pequeña. El otro compañero tira de mi brazo y salimos de aquello que había sido nuestro hogar. Mientras corría y los llamaba “¡hijos de puta!”, sentía cómo los cristales se me incrustaban en los pies.
Subo a la ambulancia con mi niña. No llora, no se queja. Le canto y le rezo al oído, por si me escucha. Llaman al hospital. “Entra en parada”, le dice el médico al conductor de la ambulancia, mientras le hace un masaje cardíaco. Transcurridos unos minutos, dos médicos nos dan la noticia. “Lo sentimos, la niña ha fallecido, hemos hecho lo que hemos podido”.
De esta manera que les acabo de relatar, la banda terrorista ETA le quitó la vida a una inocente niña de tan sólo seis años, por ser la hija de un gran guardia civil. Por eso, jamás nos cansaremos de pedir ¡Frente a la impunidad justicia!”.
(1) Por cierto, muy mal contados. Y si no al tiempo. Yo me estoy empezando a plantear si este señor de cuya inteligencia habla todo el mundo es realmente tan inteligente.
©L.A.
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