Acabado el día, agradece a aquel que te ha dado el sol para trabajar durante el día y el fuego para iluminar la noche y proveer nuestras necesidades. La noche te da motivos para la acción de gracias; mirando el cielo y contemplando la belleza de las estrellas, ora al Señor del universo que ha hecho todas las cosas con tanta sabiduría. Cuando contemplas a la naturaleza dormida, adora a aquel que con el sueño nos alivia de todas nuestras fatigas y, a través de un poco de descanso, devuelve el vigor a nuestras fuerzas.
Así orarás sin descanso, si tu oración no se contenta con fórmulas y si, por el contrario, te mantienes unido a Dios a lo largo de toda tu existencia, de manera que hagas de tu vida una incesante oración. (San Basilio, Homilía 5)
Nos dice San Basilio que la oración no consiste en emitir un conjunto de frases de manera automática, sino que engloba toda nuestra vida. En cierto sentido este texto de San Basilio me hace pensar en el testimonio vital de todo cristiano. Ser cristiano en todo momento es orar con nuestra propia vida a Dios. Si cada acción, intención y pensamiento tiene como origen poner nuestra voluntad en manos de Dios, es como si orásemos de forma activa.
Pero también nos hace falta hablar a Dios con palabras. Las palabras nos comunican con Dios de una forma especialmente cercana. Tampoco podemos desdeñar orar utilizando formulas, siempre que la oración no sea una formula, sino que cada palabra brote del alma.
"Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8, 26)
Incluso si nos somos capaces de articular palabra alguna, el Espíritu intercede por nosotros a Dios. ¿No es maravilloso?