Confieso que para mí es un misterio, a la vez que una constatación, y por eso uno podría decir que casi es como un vicio de esos que no se puede dejar ni aunque se quiera, porque ejercen un poder de atracción superior a quien los experimenta.
Últimamente me hacía la reflexión con un amigo de lo curioso que es que la comunión diaria sea una práctica tan relativamente nueva en nuestra iglesia, pues santos como Teresita de Lisieux tenían que pelear y argumentar para que se les dejase comulgar más a menudo.
Contemplando el grado de frialdad con la que se vive la eucaristía dominical en la Iglesia, donde muchas veces uno no encuentra unción por ningún lado, entre tanto tedio y maquinadora repetición, uno puede pensar que a lo mejor hemos acartonado la Eucaristía y quizás se valoraría más si se diera menos frecuentemente.
Pero la experiencia de la misa diaria es la contraria, pues trae una frescura y un reposo del alma que es verdadero alimento para la batalla del diario quehacer, y nos recuerda que ir a Dios y recibirle es algo tan cotidiano como el desayunarse por las mañanas.
En mi experiencia en Londres entre anglicanos, donde la alabanza y la oración eran una auténtica gozada, siempre me faltaba ese algo que sólo da la Eucaristía que me llevaba a escaparme al vecino oratorio de Brompton a recibirla todos los días.
Nada como ir a casa del vecino para apreciar lo propio, y cuando uno ve la falta de centralidad que se da al memorial de la muerte y resurrección del Señor en iglesias que muchas veces ni creen en la presencia real y celebran la Santa Cena una sola vez al mes, cabe una doble reflexión:
¿Tendríamos que volver a los tiempos de una sola comunión mensual como cuando Santa Teresa de Jesús? ¿o debemos abundar en la comunión diaria redescubierta en los últimos siglos?
Para mí la respuesta es que hacen falta las dos cosas. Hace falta vivir la Eucaristía a diario, y también hace falta hacer de la Misa dominical algo diferente, un alto en el camino.
Pero por mucha Eucaristía que sea, por mucho que pueda operar ex opere operatur, es necesario que el sacramento sea algo más que un trámite, una costumbre o un “vicio” de glotonería espiritual, pues se corre el riesgo de perder fuerza y soslayarlo en la medida en que nos acostumbremos a él.
Y es que al final para que Dios actúe hace falta fe, y mucha apertura personal que le deje actuar, y si nos obsesionamos en lo objetivo del sacramento, acabamos haciendo de la vida algo en función del sacramento y no del sacramento algo en función de la vida.
La clave está precisamente en eso: los sacramentos son para la vida, y sólo tienen sentido cuando se camina, y si todo el caminar se centra en el sacramento por el sacramento, la vida cristiana hace aguas, porque el sacramento está ahí para alimentar en el camino.
Por supuesto todos sabemos que la Eucaristía es fuente y cumbre de toda la vida cristiana y de ella nace la Iglesia. Pero en el cielo no hará falta la Eucaristía sacramental, porque ya estaremos en ella, y seguirá habiendo vida cristiana por toda la eternidad.
Qué misterio éste de la Eucaristía, llamada también prenda de salvación, que viene a ser un anticipo de los bienes celestes que un día gozaremos en plenitud…y cuanta más prenda mejor, aunque más nos vale no quedarnos prendados y seguir caminando, que peregrinos somos mientras andemos por esta tierra.