como una Eva de piedra en el sueño del dolor”
Paul Claudel: La anunciación de María
“Si no los podemos hacer tan buenos [a los hombres], hagámonos nosotras tan malas: no exijamos castidad, sino perdámosla; no impongamos la dulzura, hagámonos brutales”. Son palabras de una de las más radicales feministas españolas, la filósofa Amalia Valcárcel.
Ciertamente la mujer, desde los años sesenta, ha sido objeto de preferencial atención; se diría que extraños intereses han convergido para confundir la identidad de lo masculino y lo femenino, socavar la familia cuestionando la imagen paterna y desnaturalizando la maternidad. Sin embargo, ideologías radicales, hijas de los estertores de un marxismo agónico, han redefinido no sólo el papel de la mujer en nuestra sociedad (lo cual era necesario), sino que han reinventado la identidad femenina según sus intereses políticos.
La cita de Amalia Valcárcel, estremecedora y animal, no es más que un solo ejemplo de los muchos que se podrían poner procedentes de las obras de Simone de Beauvoir, Germaine Greer, Kate Mollet, Firestone, Michel Foucault o Celia Amorós. ¿Casualidad?
En Gn 3, 15 leemos estas palabras dirigidas a la serpiente: “pongo hostilidad entre ti y la mujer”. ¿Por qué esta enemistad metafísica entre el demonio y la mujer? ¿Por qué no entre la serpiente y el hombre? Fabrice Hadjadj, en su brillante libro la fe de los demonios (o el ateísmo superado), dedica unas breves pero jugosas reflexiones a tratar la hostilidad congénita entre Satán y la mujer. Merece la pena que nos detengamos en ellas.
Afirma nuestro autor: “llevar al otro en sí, dejar que se opere en su seno un oscuro crecimiento, ¿no son esas cualidades de lo femenino exactamente las del alma en relación con su Creador y Salvador? Porque el alma (…) debe estar metafísicamente en una postura femenina en relación con Dios: la de una receptividad a la gracia que opera en nosotros a pesar nuestro”.
Así pues, lo propio de lo femenino es ser acogida; su espacio es la interioridad largamente gestada e invisible a los ojos. A diferencia de lo masculino, que arroja su simiente fuera de sí, lo femenino la recibe para custodiarla y hacerla cambiar dentro de sí. La transformación que se opera y da origen a una nueva vida se vive en el seno materno, que siempre es calor femenino. Porque decir mujer es decir madre: lo característico de lo femenino es ese dar a luz después de una acogida amorosa y de una gestación interior. No es casual que las cualidades llamadas femeninas, frente a las masculinas, estén marcadas por esta experiencia que no es sólo biológica, sino metafísica.
La hostilidad entre el demonio y la mujer podemos situarla en este punto preciso. El alma humana pide estar con Dios como la nueva vida necesita del cuerpo de la mujer que lo acoge. Aunque la cita es larga merece la pena leerla:
“Se puede pensar, por consiguiente, que la enemistad entre la mujer y la serpiente significa, en general, la receptividad a la gracia contra la reclusión en su pura naturaleza. Por eso remite en particular, de forma preeminente, a , cuya matriz es abisal y no es alcanzada por lo fálico. la muestra pisando la serpiente con sus pies. (…) Nuestra Señora se mantiene sobre la serpiente como si esta última no estuviera debajo. No se preocupa por ella. Todo su ser, en su feminidad, no es más que acogida al Altísimo. Si aplasta a Satán es por añadidura, porque no cesa de ser un receptáculo desbordante de gracia. Y por eso aplasta a Satán mejor que el Arcángel: lo priva hasta del prestigio del combate”.
Destruir a lo femenino es, por tanto, destruir la maternidad. Ésta no es sólo la función biológica propia de las mujeres, sino la condición metafísica de ser el receptáculo de la vida invisible que nos habita a todos, hombres y mujeres. No otra cosa odia el demonio. Naturalmente no se puede destruir lo femenino sin haber pervertido lo masculino. No hay acogida de la gracia si no hay gracia; tampoco puede haber vida sin lo masculino. Sin embargo la reducción de lo masculino a lo fálico –adulteración grosera- convierte a la masculinidad en símbolo de mero poder o dominación y no de lo que realmente es: complemento de lo femenino.
Socavando la condición maternal de nuestra alma, su feminidad intrínseca, destruimos la vida de la gracia en nuestro interior. Por muchas razones, las mujeres están más cerca que los hombres de poder desarrollar más fácilmente esa capacidad de acogida que nos pide el Señor a todos.
Lo que desea el demonio es la pura esterilidad. Muñecos que se mueven a impulsos de orgullo y vanidad. De ahí la eterna enemistad entre el demonio y la mujer.
Simone de Beauvoir, respecto del deseo de tantas mujeres de tener hijos y formar una familia, decía: “No creemos que ninguna mujer pueda tener esa opción. No debe permitirse a ninguna mujer quedarse en casa para criar a sus hijos. La sociedad debe ser totalmente distinta. Las mujeres no deben tener esa posibilidad, precisamente porque si existiese, demasiadas mujeres optarían por ella.”.
Un saludo.