Pero Dexter es, paradójicamente, quien encarna al hombre fiel, amante de los suyos, entregado a su cuidado y que, con sus limitaciones evidentes, desearía saber llegar al corazón de cuantos ama. Porque no sólo sabe que le necesitan, sabe que los necesita, que ellos son su norte, su sentido y su razón. Y quizá por ello es ésta una serie que acapara audiencias y cariños, porque toca lo más real del ser humano: el hogar verdadero donde descansa el amor a pesar de los pesares. Quizá por ello su protagonista, el psicópata Dexter, acaba entrando en la vida de uno con la mayor de las naturalidades, hasta el punto de que ese trauma suyo uno lo acepta, no como asunción de las limitaciones de la humana naturaleza, sino como realización plástica de la Justicia donde la justicia no llega. Dexter refleja lo que uno desearía ser, a pesar de lo que uno es. O de otro modo, en Dexter uno puede verse reflejado cariñosamente porque su “oscura vida” siempre será mayor que nuestras “oscuridades” y miserias, pero al mismo tiempo, su esfuerzo por “reconducir” su trauma a la justicia más básica (y cruenta) nos reconcilia ante una realidad en la que vemos que los “malos” no siempre reciben su merecido. Al menos, en la televisión, sabemos que Dexter nos hará justicia.
A lo largo de la serie los protagonistas viajan por desde sus vidas interiores entre devaneos de erotismo y búsquedas de amor, todo aderezado de crímenes, malos inteligentes o retorcidos y el día a día de la vida misma. Pero ciertamente de un modo marcadamente frívolo, pues la radicalidad con la que se alcanza, por ejemplo, una presa amorosa desaparece al encontrarse otra nueva, sin que nada pase, sin que nadie sufra –o sólo lo justo-. Demandas de la contemporaneidad, que quiere ver que no pasa nada donde pasa y mucho, que todo se rehace aunque todo se haya destrozado. Pero no para Dexter Morgan, porque él, con su “secreto existencial”, entiende la necesidad de la fidelidad, del amor a los suyos. Y no sólo él, porque los que le rodean, su hermana, amigos y, cómo no, mujer e hijos, necesitan de su fidelidad y se la exigen. Y él se deja exigir, quizá al principio porque resulta la tapadera ideal, el mejor disfraz, pero capítulo a capítulo porque entiende que esa familia no es sólo “familia” como ideal abstracto, sino como realidad que necesita para no perder un norte que nunca había tenido, o mejor, para alcanzar uno que empieza a vislumbrar a medida que los va queriendo: ser para otros.
Es aquí, en este punto, donde hay que adquirir cierta perspectiva. Porque antes, en tiempos ya antiguos, las historias se narraban como enseñanza, como advertencia, como camino. Los mitos de una época anterior mostraban verdades universales, tensiones interiores del hombre que adquirían relieve, perspectiva. Pero lo cristiano cambió el curso narrativo por cuanto ya no sólo se narraba una verdad que ayudaría a vivir, sino que se narraba una Verdad que pedía cambiar la vida personal, mejorarla por cuanto el presente de repente tenía un sentido para la eternidad. Y así la vida de nuestro Señor narrada en las catequesis, en las predicaciones, en el arte, en la arquitectura, llamaba a la conversión del hombre porque ahora había un Otro real que daba sentido al ahora y al mañana. Y ahí estaban las vidas de los santos, que evidenciaban y hacían posible esa meta para el que las escuchaba. Cierto que la novela, el teatro, el arte en general, abrían el camino de la bellaza a lugares insólitos, y en esos lugares nunca antes habitados el corazón del hombre se podía elevar, salir de la pesadumbre de los días, en busca de algo desconocido que mostraba que no todo podía ser esto, que no todo era esto.
Pero las series contemporáneas tantas veces no hacen sino apagar el sentido de belleza, de trascendencia. Llenando el corazón del hombre de esos “ruidos” de los que hablaba el Papa en Calabria -visitando la comunidad monástica de los cartujos- de esa “realidad virtual”, paralela a la existencia, pero en la que se huye del mismo vivir, encerrando al hombre en la soledad de sí mismo, de la podedumbre de lo inmoral que se da por normal y conveniente en tantas series. Como una “nueva mutación antropológica” que dijo Benedicto XVI, en la que “se huye del silencio queriendo llenar de música y de imágenes cada momento vacío, casi por miedo a sentir ese vacío”.
Dexter no es más que una realidad virtual, ruptura del silencio, del encuentro con el yo real, pero al menos es sincera: el hombre pena por encontrar sentido a su vida, a sus días. Y en el ruido de la vida, el bien y el mal no son equiparables, aunque muchas veces su juicio sea, como decíamos al principio, “complicado”. Quizá vemos en Dexter a alguien capaz de salir de sí mismo, a alguien que se ha atrevido a compensar el sufrimiento de las víctimas, de los inocentes, haciendo justicia, su justicia; a alguien que se esfuerza por salir de sí mismo para alcanzar a los otros, para guardar y proteger a los suyos. Pero no deja de ser realidad virtual, que si bien reconforta, no redime ni purifica las oscuridades de nuestra alma. En este sentido decía Benedicto XVI que “es el recurso a la fe y a las capacidades humanas el camino para escapar del pesimismo y del encierro en uno mismo, y crecer en la capacidad de colaborar y de cuidar uno del otro”. Lo decía en Calabria, ante los cartujos que han llenado de silencio sus vidas, quizá porque ese recurso a la fe exige, cuanto menos, ponerse delante del objeto de la fe: Dios. Y sólo en el silencio esto es posible. En Dexter, el Dexter Morgan de la ficción, hay silencio, y quizá por ello hay una continua referencia a los suyos -su familia, su norte y su guía-, pero en Dexter Morgan no hay fe y por eso en su camino personal le veremos alguna vez tomar decisiones de terribles consecuencias, pues faltando la fe falta la brújula que oriente en un mapa, tantas veces, “complicado”.
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