Hace ya unas semanas, anunció el arzobispo de Bruselas-Malinas, Mons. André Joseph Léonard, que los candidatos a sacerdotes en los seminarios belgas realizarán un examen psicológico para acceder a la formación eclesiástica “de cara a impedir que potenciales pederastas recalen en esta institución”. Pretenden las autoridades eclesiásticas belgas evitar que se repitan sucesos como los acontecidos en el pasado, con más de 450 casos de pederastia protagonizados por religiosos belgas, y hasta 13 suicidios de víctimas que han sido relacionado con los abusos.
 
            La medida contribuye a mejorar la imagen de una Iglesia que, en países como Bélgica más que en otros, se ha visto muy afectada por los comportamientos descritos. Y desde luego, colaborará a mejorar la selección de unas personas de cuyo comportamiento la sociedad espera algo semejante a la impecabilidad, y en cuyas manos ponen (ponemos) muchos de sus componentes, lo más importante que tienen (tenemos): a sus propios hijos y su educación. Por todo lo cual, a mí personalmente me parece muy bien, y pongo mi granito de arena para pregonarla y contribuir a que la iniciativa del arzobispado belga sea conocida.
 
            Todo lo cual no deja de plantear, sin embargo, ciertas cuestiones adyacentes no poco interesantes: ¿se abre de esta manera el camino a que, en adelante, todas las personas deban pasar por exámenes con los determinar su idoneidad psicológica para los trabajos que vayan a realizar? ¿Cómo se compatibiliza esta medida con las exigencias del derecho al honor y a la privacidad que supone uno de los grandes problemas y uno de los grandes retos de la sociedad moderna?
 
            Concretando aún más en el tema que nos ocupa, el de la educación de los niños: el ejemplo que da la Iglesia belga ¿no debería extrapolarse a otros estamentos no por más laicos menos allegados a la educación, como, por ejemplo, los profesores de la enseñanza pública, o los de la enseñanza privada no vinculada a la Iglesia? En tal caso, ¿estarán dispuestos los representantes de los profesionales de la enseñanza, y ellos mismos, a aceptar estos nuevos requisitos para desempeñar su profesión que sí han aceptado los curas? ¿Hasta qué punto no cabe oponer que los exámenes psicológicos de los que hablamos suponen tratar a la entera población como sospechosa de un delito que no ha cometido, y en consecuencia, hasta qué punto no atentan contra la presunción de inocencia y tantos otros principios del estado de derecho?
 
            Son sólo cuestiones que me planteo, no, en modo alguno, objeciones a la medida adoptada por la Iglesia belga. Y lo hago porque, aunque por razones que no es preciso ni explicar sólo la pederastia de los curas ha trascendido a los medios, lo que dicha exaltación mediática ha dejado bien claro con el debate que suscitó, es que:
 
            1º.- El índice de pederastia entre sacerdotes no es ni mayor ni menor que el que se produce en el entorno laico, sino que es idéntico cuando no algo inferior.
 
            2º.- Que aunque por supuesto mucho menos cacareados, también en estructuras públicas de enseñanza no vinculadas a la Iglesia, por ejemplo, en la Casa Pía portuguesa, el escándalo de la pederastia de sus componentes en el que se vieron implicados hasta ministros ha producido casos que sólo fueron menos escandalosos gracias a que no implicaban a la Iglesia, pero no ni por sus cifras, ni por su alcance, ni por sus indeseables consecuencias.
 
 
            ©L.A.
           
 
 
 
 
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