Farsa. Pantomima. Golpe bajo a las víctimas. Humillación de los que han sufrido directamente el zarpazo del terror. Espectáculo deplorable. Vergüenza nacional. Sonrojo mundial. ¿Acaso se puede calificar de otra forma la repugnante reunión que ha tenido lugar el pasado 17 de octubre en San Sebastián bajo el repulsivo título de “Conferencia por la paz”? ¿Merecemos los españoles esta burla? ¿Merecen los mil muertos a manos de ETA que su memoria sea pisoteada y ultrajada de esta manera? ¿“Hasta cuándo, Catilina…”?
De ETA y sus adláteres no se puede esperar nada bueno. Del nacionalismo vasco, acostumbrados como nos tiene a dar “una de cal, doce de arena”, poco. Repugna a la razón, al sentido común y desgarra el corazón la postura equidistante y comprensiva del socialismo vasco, y de este partido en general, máxime cuando uno recuerda que han sufrido en sus propias carnes la ciega sinrazón del terrorismo.
La mal-llamada Conferencia por la paz ha sido una vergüenza, un episodio para olvidar. Sus conclusiones (el diálogo con los terroristas, la equiparación de las auténticas víctimas con los asesinos, etc.), bazofia intragable para cualquier persona en la que la delgada línea que distingue Bien/Mal, Verdad/Mentira, Libertad/Esclavitud no haya sido desdibujada o borrada. Por eso, la Iglesia no debe participar en este insulto a las víctimas que sólo hace que legitimar a ETA y sus postulados. Las Asociaciones contra el terrorismo de inspiración cristiana (Gesto por la paz, por ejemplo) declinaron unirse a la farsa. Ningún clérigo, ningún cristiano, debería haber tomado parte de este aquelarre abertzale barnizado de falso intento de búsqueda de la paz.
Como muy bien afirmó el Obispo de San Sebastián en una reciente carta pastoral, la paz en el País Vasco “no puede nacer de meros pactos políticos” sino que necesita de “la conversión de los corazones” porque sin ella “no hay reconciliación y sin reconciliación no podrá haber nunca una paz auténtica”. El arrepentimiento desinteresado de los asesinos es el primer paso hacia la reconciliación con las víctimas, hacia la pacificación auténtica.
Jamás el terrorismo, ni sus medios, ni sus postulados totalitarios, ni sus fines podrán ser justificados. Conviene traer aquí a la memoria la valiente Instrucción pastoral que la Iglesia católica española publicó en noviembre de 2002: “Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias”. En este valiosísimo Documento se afirman cosas que ayudan a enjuiciar justamente la bochornosa reunión y sus conclusiones: “El terrorismo merece la misma calificación moral absolutamente negativa que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente, prohibida por la ley natural y por el quinto mandamiento del Decálogo” (n. 12); “el llamado terrorismo de baja intensidad o kale borroka merece igualmente un juicio moral negativo […] porque sus agentes actúan con las mismas intenciones totalitarias del terrorismo propiamente dicho”(n. 13); “nunca puede existir razón moral alguna para el terrorismo. Quien, rechazando la acción terrorista, quisiera servirse del fenómeno terrorista para sus intereses políticos cometería una gravísima inmoralidad” (n. 14); “tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser neutral ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un escándalo público” (n. 15).
El Arzobispo emérito de Pamplona y Obispo emérito de Tudela, Mons. Fernando Sebastián Aguilar, ha escrito: “la Iglesia tiene que denunciar y condenar la violencia. (...) Pero cabe preguntar qué es lo que hay que pedir a cada grupo, a cada participante de la vida social y pública en estos momentos. A los nacionalistas radicales la Iglesia les dice que las ideas y los análisis marxistas no son verdaderos, ni justos, ni sirven de verdad para fomentar la libertad y la prosperidad de los pueblos. Hay que decirles que no se puede absolutizar ninguna idea ni ninguna realidad social, que ningún proyecto político puede ocupar el lugar de Dios y justificar el atropello de los derechos de nadie”.
No se puede dialogar con ETA. No se puede humillar a las víctimas de ETA. No se puede justificar a ETA. Los que buscan la conversación con los criminales para obtener ventajas particulares son al mismo tiempo traidores y cómplices. Del nacionalismo exasperado, nos recordó el querido Papa Juan Pablo II, sólo manan lágrimas y sangre. Por eso, hay que luchar contra el terrorismo con todas las fuerzas posibles para derrotarlo. En este sentido, cabe decir que la lucha contra el terrorismo es muy amplia y abarca desde la educación hasta las movilizaciones sociales. La fuerza legítima debe servir para poner fin al terrorismo que siempre es ilegítimo. “Pero necesita, además, que se desarrolle una labor cultural que permita desenmascarar las argumentaciones y las actitudes falsas que cooperan por miedo o por interés con los terroristas”, escribió el Cardenal García-Gasco en 2004.
La clave fundamental para erradicar el terrorismo es una educación inspirada en el respeto de la vida humana en todas las circunstancias, sin ambigüedades ni fisuras. Si los escolares y los universitarios se educan en la comprensión de que “todo hombre es mi hermano en todos los momentos de su vida y en todos los lugares”, si se explica que “todos los derechos son para todos” sin exclusiones de espacio y tiempo, la paz tiene ganada la batalla al terrorismo.
Y junto a la educación en el respeto de la vida humana y el apoyo a quienes hacen frente al terrorismo, la fe nos invita a elevar oraciones a Dios para que cese la plaga del terrorismo en España y nos comprometamos firmemente en la cultura de la vida y en la civilización del amor. Los cristianos estamos llamados al acompañamiento y atención pastoral de las víctimas del terrorismo. Es una exigencia de justicia y de caridad estar a su lado y atender sus necesidades y justas reclamaciones. Y, además, nos sentimos llamados a invitar continuamente a ofrecer y recibir el perdón, conscientes de que no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón. El perdón no se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado; más bien al contrario pues el perdón conduce a la plenitud de una justicia que pretende la curación de las heridas abiertas.
Las víctimas y la sociedad española se han ganado el derecho a ser los vencedores de un “conflicto” que sólo existe en la imaginación de los asesinos y de los nacionalistas. Aquí debe estar la Iglesia, donde está: junto a las víctimas, consolando, confortando, amando. Siempre y sólo aquí.