Mientras la pandemia está en expansión en algunos países, en otros parece que ya se ha estabilizado e incluso que su incidencia va disminuyendo. Eso está llevando a algunas naciones a plantearse cómo tendrá que ser la vuelta a la normalidad, proceso al cual se está denominando la desescalada. Es como bajar la montaña después de haberla subido. Si no se hace bien, la bajada puede ser más peligrosa que la subida. En este contexto, también la Iglesia se plantea su vuelta a la normalidad. El Vaticano ha dicho que volverá al culto público el 4 de mayo. En España, Argentina, Alemania, Austria y en otros países, las Conferencias Episcopales han solicitado ya a los respectivos Gobiernos que se permita a la gente ir a misa, con las debidas precauciones. De momento, sólo Austria ha respondido positivamente. Italia ni siquiera lo ha pedido y, con mucho retraso, va a consagrar su país a la Virgen el próximo 1 de mayo. También lo va a hacer, con retraso con respecto a sus vecinos del sur, la Iglesia católica en Estados Unidos.
Pero mientras se organiza la desescalada en el culto, hay que pensar en qué se va a ofrecer a los fieles. Si sólo se piensa en cómo habrá que colocarlos en los bancos del templo, se estará olvidando lo más importante: cómo es la gente que va a volver a la Iglesia.
Cada vez que digo que de esta gran desgracia podemos sacar algo bueno, sé que hay personas que no me entienden y que incluso se enfadan. Son personas que han sufrido la pérdida de un ser querido, por ejemplo, o cuya economía se está viendo gravemente afectada. No se puede minimizar ese dolor ni tratarlo a la ligera. Sin embargo, insisto en que de esta tragedia que se ha cobrado tantas víctimas inocentes podemos y debemos sacar algo positivo.
Imaginemos que a la Iglesia le hubiera sido factible conseguir que los católicos pasaran dos meses de retiro, haciendo más oración y asistiendo -aunque sea virtualmente- a la Santa Misa diaria; sé que no es lo mismo, ni mucho menos, ir a Misa de forma presencial que hacerlo de forma virtual, pero -repito- veamos la parte positiva de la situación. Si eso hubiera ocurrido, cuando terminara ese prolongadísimo retiro, que duplica a los más largos ejercicios espirituales, ¿sólo se le ocurriría a la Iglesia pensar en cómo van a sentarse los fieles en los bancos?
Por desgracia, y ahí están las estadísticas, lo que más ha aumentado durante la cuarentena ha sido el consumo on line de pornografía. Pero después viene la conexión a páginas de contenido religioso. Si lo primero dejará una huella dificilísima de corregir, lo segundo también ha marcado profundamente a las personas que, durante este prolongado encierro, han encontrado en Dios la fuerza para no desesperar. ¿Qué tiene la Iglesia que ofrecer a estos millones de católicos que, en cuanto se abran los templos, van a acudir a ellos? Esas personas son mucho más religiosas que antes y no faltarán entre ellos los conversos. Van a acudir en busca de Dios, pues ya han gustado su sabor, han oído su voz y han experimentado la paz y el consuelo que deja en el alma su compañía. ¿Qué les vamos a ofrecer? ¿Más de lo mismo? ¿Seguiremos con las peleas internas sobre la comunión de los divorciados vueltos a casar, la comunión de los protestantes, el celibato del clero, las sacerdotisas y, lo que está de fondo, el rechazo al Magisterio de la Palabra de Dios, que lleva implícita la negación de la divinidad de Cristo? ¿El pueblo busca a Dios y nosotros le vamos a ofrecer peleas?
Los Gobiernos de todos los países, posiblemente con intereses partidistas en muchos casos, están diciendo que ante la gravísima crisis económica que ha provocado la pandemia hay que aunar esfuerzos y dejar de lado las divisiones. ¿No tendría que hacer lo mismo la Iglesia? Pero, ¿cómo se pueden dejar de lado esas divisiones si no se vuelve a lo esencial, que es Cristo y su Palabra? Es imprescindible la unidad en este momento. Seguir con la guerra civil que sufrimos desde hace 60 años terminará por agotar las pocas fuerzas que nos quedan. Pero esa unidad no se puede fraguar más que en torno al Señor y a su mensaje, que incluye las Escrituras y la Tradición. No una Tradición que sea adoración de cenizas, sino que sea transmisión de lo enseñado por Cristo y de ese fuego que Él vino a traer a la tierra. Un fuego que es imposible transmitir si no existe el convencimiento de que Él es Dios y de que sus palabras no pueden ser modificadas ni adaptadas a los tiempos, de que Él y sólo Él es el Salvador de los hombres, de que en Él y sólo en él está la plenitud de la verdad por que Él y sólo Él es la Verdad hecha carne. No se puede pensar que son cenizas los dogmas que nos garantizan que Cristo está presente realmente en la Eucaristía y que no se puede comulgar en pecado mortal, que María fue perpetuamente virgen o que existe vida eterna precedida por el juicio de Dios. No se puede hacer unidad sobre la rendición al mundo, sino sólo sobre la fidelidad al Señor, a su Palabra y a la Tradición que la ha custodiado fielmente durante dos mil años. Los defensores de la validez de la Palabra y de la Tradición han demostrado su capacidad de resistencia a los insultos y a las persecuciones de que han sido objeto durante estos años, y no se van a rendir. Los católicos, ahora más que antes, reclaman una Iglesia unida y espiritual, una Iglesia que les hable de Dios y no de la Pachamama, una Iglesia que sacie el hambre que tienen de Dios. Eso sólo será posible si se vuelve al respeto a la Palabra y a la Tradición. O eso, o la guerra civil continuará para mayor sufrimiento de todos.